Andalucía
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Artículo de María Jesús Monedero en la edición de 4 de abril de 2021 de Diario Córdoba

Cuando oímos «UN bebé», «LA bebé», inmediatamente se nos vienen a la cabeza imágenes. Si ya nos dan un nombre se activa el mecanismo de la ternura que la palabra BEBÉ provoca. Entro en competencia con Álex Grijelmo y me paro en el lenguaje. Porque quiero hablar de bebés, y así, en plural, sin artículo, puede asociarse a la sección de unos grandes almacenes o algo similar. Pero si digo BEBÉS ROBADOS ya estamos hablando de otra cosa. He preferido el titular de arriba en la esperanza de llamar la atención y animar a leer. Para sus familias eran alguien, a veces tenían ya un nombre.

En febrero de 2017, Amnistía Internacional presentaba en México una denuncia por el caso de Ligia Ceballos Franco, una mujer mexicana que tuvo noticia en el año 2010 de que había nacido en España, en 1968, con una identidad distinta y que había sido entregada a quienes hasta entonces consideraba sus padres biológicos. Ya desde 2005 se estaban estudiando casos de desapariciones de bebés en el contexto del derecho a la verdad, la justicia y la reparación de las víctimas y familiares de la Guerra Civil y el franquismo. Pero la investigación mostró que estas prácticas sobrepasaban los años de la posguerra.

Tras la guerra, hubo una primera etapa de «desaparición legalizada» de menores por parte del Estado, con pérdida de su identidad. Se aprobaron leyes que permitían separar a hijas e hijos de las madres encarceladas cuando cumplían los tres años. Era una forma más de castigo. Se reformó también el Código Civil de 1941 para «reintegrar física y espiritualmente a la patria» a los niños y niñas que regresaban a España tras la guerra, permitiendo la modificación de sus apellidos para terminar en familias de ‘comportamiento irreprochable’, según la ideología franquista.

Pero, a medida que se ha profundizado en las investigaciones, se ha podido comprobar que prácticas similares siguieron funcionando hasta la década de los 90. Tras la etapa represiva, la mayoría de las sustracciones se producen en clínicas y maternidades. A las madres les dicen que el bebé ha muerto, no lo pueden ver y no les dan opción a despedirse. Este ‘modus operandi’ se produce también hasta bien entrada la democracia. Se trata mayoritariamente de mujeres de sectores vulnerables: madres de familia numerosa, humildes o muy pobres, mujeres solteras, separadas y casi todas con importantes carencias culturales y educativas. Mujeres con pocas posibilidades de enfrentarse a la autoridad médica o religiosa que las atendiera en el parto.

En 1948, se aprueba la ‘ley de parto anónimo’, vigente hasta 1999. Con ella se pretende facilitar a la madre soltera tapar su ‘deshonra’, ocultando su identidad a la hora de registrar a un bebé que podría ser dado en adopción. Esta estaba concebida como un negocio jurídico entre particulares, con apenas intervención de la administración. Los trámites quedaban en manos de hospitales, maternidades y centros de beneficencia gestionados mayoritariamente por organizaciones religiosas. Este sistema de adopción tan irregular estuvo vigente hasta que en 1987 se aprobó la Ley de Adopción, que en su exposición de motivos reconoce «la ausencia de control que permitía en ocasiones el odioso tráfico de niños».

Soledad Luque y su hermano mellizo Francisco nacieron en enero de 1965 en la maternidad de O’Donnell de Madrid. A sus padres les dijeron que el niño se quedaba en la incubadora y, semanas después, que había muerto. No les dejaron ver el cadáver. A Ruth Puertas, presuntamente le sustrajeron su bebé en 1993. A lo largo de años de búsqueda solo ha encontrado falta de información, falta de respuestas, y un cuestionamiento constante de su testimonio.

Se calcula en 300.000 los bebés que fueron sustraídos en España entre los años 1940 y 1990. En el mes de marzo, Amnistía Internacional ha presentado el informe Tiempo de verdad y de justicia. Vulneraciones de derechos humanos en los casos de «bebés robados». Hay que leerlo.