Andalucía
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YA TENEMOS GANADOR.
JOSÉ MANUEL VILA OLTRA POR SU OBRA «SALVACIÓN O CONDENA»

José Manuel Vila Oltra ha sido el ganador de esta octava edición con su obra «Salvación o Condena». Es natural de Valencia y desde aquí le transmitimos nuestra más enhorabuena.

La entrega del premio se realizará el próximo día 9 de diciembre a las 19,00 horas en la Filmoteca de Andalucía de Córdoba (c/ Medina y Corella,5) en el marco de la celebración del día Internacional de los DDHH y junto al estreno del Docuweb DEFENSORAS EN EL LABERINTO, acto realizado en colaboración en el Sindicato de Periodistas de Andalucía.

En la obra se acerca a la realidad del migrante, a la situación diaria a que está sometido, al sufrimiento, a la culpa. En su intento por lograr una vida mejor se encuentran con una sociedad que los rechaza y que los condena. En sus recuerdos está la vida que dejaron en sus paises de origen como estímulo para seguir luchando por una vida mejor. Pero no son nadie, no valen nada, son unos sin papeles a los que es muy fácil acusar y a los que nadie echa en cuenta, pueden pasar por tu lado que ni los ves. Vienen buscando la salvación de la guerra, del hambre, de la sequía, de la miseria, de los niños soldado y muchas veces lo que encuentran es una condena por su situación de migrantes. Aquí adjuntamos el texto del mismo.

SALVACIÓN O CONDENA

José Manuel Vila Oltra

Durante un instante la mirada del policía quedó colgada en el aire, una sombra de duda le hizo recordar lo que había pasado.

Todo comenzó esa misma mañana, el calor de agosto reunía toda la pesadez y angostura del ferragosto italiano, pero no, no era en Italia en donde el sol aplastaba a los bañistas sobre la arena, disuadía la agilidad mental y ralentizaba los movimientos. Era una playa de la costa española, hiperurbanizada y superpoblada aquella mañana de domingo.

El calor alargaba las secuencias que se entrelazaban en aquella playa vulgar, repleta de lugares comunes, anodina y espuria. Los instantes se aproximaban más a fotogramas que a imágenes en movimiento y hacían tedioso el avance de los segundos. Los distintos sonidos ensordinados y mezclados con el run run de unas olas amorfas, disueltas entre bañistas, prolongaban el eco producido por el agua salada en los oídos. Aquel ruido estéril formaba una mixtura casi sólida con la luz caliente y pegajosa, con la arena deslumbrante, con el agua densa que amontona pensamientos una y otra vez en la orilla pero es incapaz de devolver una sola imagen, incapaz de reflejar un instante. Perezosamente se adueña del día la nada vulgar de un domingo de verano.

El niño flotando boca abajo en un palmo de agua, la cerveza caliente, las sombrillas horteras irrumpiendo como setas venenosas, la comida en el táper, el ronroneo de una avioneta con un cartel dirigido al horizonte y de espaldas a los bañistas, haciéndolo todavía más incomprensible. El niño balanceado por el resto de las olas, sin mover ni un ápice su redondez grasienta. El vuelo anormalmente bajo de las aves. El peloteo eterno de un matrimonio de edad indeterminada cuyas miradas eternamente aburridas hacía mucho que no se cruzaban. El joven negro casi invisible mostrando sus mercancías auténticamente falsas. Los pájaros planeando suspendidos en el aire, presagiando algún suceso terrible como en la película de Hitchcock. El niño rozando los límites de la física. El aprendiz de poeta repiquetea los dedos en el brazo de la hamaca contando sílabas. La pareja golpeando la pelota en una agonía inacabable. De nuevo el avión, esta vez con el cartel incomprensible de cara al tendido. El vendedor negro con una mirada limpia y alegre que contradice su andar cansino y sigiloso.

Nadie repara en el niño inmóvil sumido en su balanceo, en su quietud prolongada, casi imposible, que por fin se rompe con un aleteo brusco, una explosión de agua y una risa algo cruel. El aprendiz de poeta también produce una explosión interior, le ha salido el último terceto, lo ha redondeado con un endecasílabo sonoro y definitivo, con tufillo a refrito. El soneto sobado y aceitoso está concluido y pasará a papel listo para ser declamado, si nadie lo remedia.

Un grupo de amigos charla animadamente al dudoso abrigo de una sombrilla de Coca-Cola, los botes de cerveza se suceden aunque su contenido está ya caliente. Uno de los contertulios, el más locuaz se dirige al vendedor negro llamándolo Moreno con un tono displicente, el joven le devuelve una mirada en son de paz. Después de un pequeño tanteo sin demasiado interés por comprar de varios de los asistentes, el líder decide hacer una demostración de sus habilidades para el regateo. Sin escatimar aspavientos, voces, comentarios racistas y amagos de abandonar la negociación, consigue un precio irrisorio por una mercancía heterogénea, ante la impotencia del joven vendedor que ya no tiene margen para más rebajas. Pero, para sorpresa de todos, una vez cerrado el precio, el prepotente comprador anuncia que no quiere la mercancía, todo ha sido un juego, un alarde de sus cualidades para regatear, una manera de poner las cosas en su sitio, el europeo blanco, inteligente y poderoso gana y el negro ignorante pierde, como debe ser. A nadie parece importarle la humillación del joven negro, que, después de haber tragado carros y carretas, después de aceptar un precio ridículo, tiene que recoger parsimoniosamente sus cosas sin vender nada, todo ha sido un juego, una diversión de los señoritos que se alejan charlando animadamente en dirección al chiringuito para celebrar su victoria con bebida fresca.

El Moreno mientras recoge, se seca el sudor, hace calor y el largo tira y afloja, las dificultades con el lenguaje y el cálculo de precios han terminado por agotarlo y hacerle sudar un poco más, a veces no logra entender a los blancos. Pero la sombra de desánimo desaparece pronto, recupera el aplomo y se dispone a continuar su larga caminata, a la espera de verdaderos compradores que no busquen pasar el rato a su costa. Piensa para sí que su nombre no es Moreno, se llama Ali Boucum, lo repite mentalmente una y otra vez, no quiere olvidar su nombre, no quiere que se desdibujen los contornos de Kulikoró, la pequeña ciudad de Mali en la que nació y en la que vendía camisetas de la selección de fútbol y animales tallados en madera de baobab a los soldados de la Unión Europea que les protegían de los yihadistas desde la base cercana. Los españoles eran los más simpáticos, el último día de cada mes

renunciaban a su rancho que se distribuía entre los malienses que acudían para paliar el hambre que acechaba de vez en cuando.

Era mejor, a pesar de todo era mucho mejor, a pesar de la añoranza, de las persecuciones de los municipales, de la soledad hacinada en un piso patera. En su tierra los problemas eran de otro tipo: la sequía, la guerra, el hambre, los niños soldado, los caminos polvorientos e interminables como el sufrimiento de un continente rico, explotado y cruel. África es la trastienda del primer mundo al que ofrece materias primas y mano de obra barata cuando es necesaria.

El sonido característico de una llamada de teléfono móvil le devuelve a la realidad, en uno de los bolsillos exteriores de la mochila que ha quedado olvidada bajo la sombrilla parpadea un móvil de última generación que sin duda pertenece a alguno de los compradores fallidos que ahora recrean en la barra su victoria. El muchacho permanece quieto, está confuso por el calor, por el regateo, le pesa la humillación, y mientras tanto el sonido del móvil continúa su rítmica llamada incrementado su volumen de manera acuciante. Al fin se decide, toma en una mano el fardo de sus mercancías y en la otra la pequeña mochila de marca pero de incierta autenticidad y sale corriendo, esquivando toallas, sombrillas y bañistas en un eslalon formidable. De golpe desaparecen los movimientos cansinos, el aire de pereza, para dar paso a una carrera con zancadas largas, ligeras como las de una gacela. Por un instante regresa a la sabana africana, a las largas galopadas para ir al lejano colegio de las monjas o llevar agua a su padre mientras cuidaba el ganado, regresa la sensación de libertad, de plenitud.

Pero todo se trunca y va por el aire como su cuerpo ágil, como sus sueños, una certera zancadilla le hace volar para estrellarse en un suelo abrasador. Apenas le da tiempo a oír el júbilo del que le ha derribado, le suena la voz, parece uno del grupo de los presuntos compradores. Cuando intenta incorporarse para ver lo que ha sucedido, una lluvia de golpes cae sobre él sin solución de continuidad. Habían detenido al ladrón que, torpemente emprendió la huida en la dirección equivocada. El joven negro intenta esquivarlos como buenamente puede, el corazón saliéndosele por la boca, sofocado por la carrera, sorprendido. Se retuerce ante una seca patada en el costado, crujen los huesos la piel desgarrada, hecha jirones da paso a la sangre sorprendentemente roja. Se agrupan los amigos y arrecian los golpes y los insultos, envalentonados por los gritos y por la fácil victoria, el instinto se impone, la brutalidad sin límites amparada en el anonimato no se detiene, aunque el Moreno

ya no ofrece resistencia, sus movimientos son meros espasmos mientras yace ensangrentado, sin entender nada. Golpes, golpes de mar lo devuelven a la patera en la que se jugó la vida para escapar del hambre. Regresan las nubes bajas suspendidas sobre el verde abigarrado de las montañas, las llanuras de tierra agreste. Regresa el asombro ante la tormenta de arena roja que lo paralizaba de niño, cuando apenas respiraba, extasiado, mientras la veía acercarse como una promesa gigante que lo iba a llevar a un lugar mejor. Vuelve a sentir el olor, los sabores fuertes de los guisos con aceite de palma roja que le hacía su madre, las tardes con el ganado, el sol rojo tan grande como el horizonte. Recuerda los paseos con su inseparable amigo Mamadou, cuando le decía que de mayor estudiaría medicina en España y regresaría para abrir una clínica en Bamako en la que atendería a los enfermos con dinero, su sentido comercial ya emergía, pero un día a la semana volvería a Kulikoró para curar a los desposeídos, sin cobrar nada.

Cuando llegan los policías, a duras penas pueden contener a los agresores cuyo número al olor de la sangre y la venganza se ha incrementado. Cesan los golpes pero no los insultos y las acusaciones hacia el ladrón, otros piden que se le linche allí mismo y los policías se llevan a Ali Boucum aún con vida hacia el coche celular. La sirena consigue abrir paso entre coches mal aparcados, curiosos y agresores enfurecidos que zarandean el vehículo. Los gritos se van alejando, llegan todavía las risas y los comentarios sobre la estupidez del ladrón, que en su huída no tuvo otra idea que correr en la dirección incorrecta, justo donde estaban los propietarios de la valiosa mochila según decían, en eso se equivocaban o mentían, era una excelente falsificación adquirida a algún compañero de la víctima. Ali Boucum, con un hilo de voz apenas perceptible y manteniendo todavía su mirada ingenua y espantada, repetía que no pretendía robar la mochila y el móvil, que simplemente quería llevarlos a su propietario que los había dejado olvidados.

Ahora, en la tranquilidad de la noche una pequeña brisa convertía el aire en respirable, la sombra de duda volvía mientras el policía redactaba su informe. Las palabras de Ali Boukum sonaban una y otra vez pero era su mirada la que se le había quedado grabada, sus ojos semicerrados aferrándose a una vida casi intacta que se alejaba inexorablemente. Era un incómodo sin papeles más cuyo cadáver nadie reclamaría a la mañana siguiente. Sí, Ali Boucum se había equivocado, no había elegido el mejor lugar para nacer; no es lo mismo venir al mundo que venir al tercer mundo.

El policía enciende un cigarrillo con parsimonia y regresa a los escenarios de sus lecturas favoritas, las novelas de Marsé que noche a noche forjaron un ambiente de derrota, repletas de perdedores, de ilusiones truncadas, muchas veces de muerte, mientras se busca un salto imposible para alejarse de una orilla gris y probar un sorbo de la vida con mayúsculas. Los personajes de Juan Marsé huían de una España que se asfixiaba, provinciana, pobre y mediocre. De golpe aparece todo de nuevo y se encarna en el joven desconocido, en Ali Boucum, el nuevo charnego del siglo XXI, el Pijoaparte con piel un poco más oscura pero con el mismo estigma de perdedor persiguiendo quimeras, de vida plena en el intento de buscar la salvación, de sueño irremisiblemente roto.

Cronopio