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¡Ya tenemos ganador de la V Edición de microrrelatos ‘Escribir Por Derechos’!

Más de 400 obras han participado en esta edición pero solo ha podido ganar una persona. En esta entrada publicamos los diez finalistas y sus microrrelatos sobre ‘Infancias rotas por los conflictos armados’

Meses, semanas y días han pasado desde que recibimos los primeros microrrelatos de los más de 400 que han participado en la V Edición de microrrelatos ‘Escribir Por Derechos’ que organiza Amnistía Internacional Madrid cada año. Y muchos días y semanas hemos tenido que emplear para leer todos y cada uno de éstos, hasta llegar a una decisión final; una decisión sobre quién sería ganador y los diez finalistas del concurso que no ha sido nada fácil por el alto nivel que ha habido en esta edición.

Sin más, aquí queremos publicar los microrrelatos de los diez finalistas, al ganador y una mención especial del jurado. Felicidades al ganador y finalistas, y gracias por participar en este concurso que tiene como objetivo repensar los derechos humanos y su situación en el mundo. ¡Nos vemos el año que viene! 🙂

 

Microrrelato Ganador

La bala, de Pedro Rafael Fonseca Tamayo

La niña abrió un agujero en la arena tibia ante los ojos de un grupo de soldados niños. Uno de ellos se puso el rifle en la espalda y camino hasta ella.

– “Qué buena idea”- le dijo el soldadito.

Ella, sin mirarlo, puso una bala en el fondo del agujero, lo selló y comenzó a abrir un nuevo orificio.

– “¿Esperas que crezcan árboles que den miles de balas para nuestra causa?”

– “Si”- respondió la niña con temor.

El soldadito llamó a sus amigos y juntos plantaron cientos de balas. Cuando no quedo ni un solo proyectil por plantar se tumbaron boca arriba y ella sonrió imaginando flores plateadas.


Mención especial del jurado

Identidad Corporal, de Yolanda Giner Manso

“¡Esa mamá, esa es la que quiero!”. “Claro que sí, mi cielo. La pagamos y nos vamos a comer un helado enorme”. Nunca se cansaba de los helados, aunque ya llevaba casi un año en casa y hubiese llegado el invierno, este año un poco más suave que de costumbre. Los helados y dormir aferrada a sus brazos eran lo único que la calmaba de las pesadillas donde las balas; los gritos y las bombas la seguían despertando cada noche. Abrió la caja y antes de entregársela a su hija, le quitó, conteniendo el aliento, la pierna derecha a la muñeca.

“Ahora sí que está guapa cariño, ahora sí que estáis las dos igual de bonitas”, le dijo, esforzándose en construir su mejor sonrisa.


Finalistas

Cicatrices, de Sandra García

Nasiche se va a dormir la última. Mira las estrellas para llenarse los ojos de cielo e imaginar que se desvanece en el viento. No sabe que queda de quién era antes de convertirse en una niña esclava de la guerra.

El cuento de antes de dormir consiste en recorrer con los dedos el relieve de todas sus cicatrices.

La primera es de la última tarde en que Nasiche se sentó a la mesa con su familia a compartir kawa. La tarde de los golpes en la puerta, los ojos paralizados de su padre, el sabor del café y la sangre mezclados en la boca.

En el estómago se traza la segunda cicatriz. Roja. Ardiente. Con ella aprendió a volverse invisible para no ser el botín de batalla de ninguno de los comandantes.

La tercera cruza su cara, tiene el nombre de su hermano y la memoria del día en que intentó escaparse, sin lograrlo.

Nasiche recorre sus cicatrices para sentirse humana de nuevo. Pero esta noche hay silencio, nadie vigila. Es el momento. Al alba, llega a la base extranjera.

La niña que nació en la estación de las langostas sobreviviría.


Despedida, de Susana Mateo Viñas

Nos íbamos de allí. Mi amigo estaba recogiendo todas las cosas y metiéndolas a presión en una pequeña bolsa de plástico. Finalmente, me agarró en volandas y salimos a la calle gris y moribunda. Podía sentir el miedo humeando bajo la piel de mi amigo mientras él corría como una bala entre las barricadas y cuerpos inmóviles de soldados y civiles. Supe que el humo y el olor a muerte invadían sus sentidos nublándole los pensamientos bañados en lágrimas.

Súbitamente, sentimos una sacudida muy cerca que tiró nuestro mundo abajo. Mi amigo cayó muy lejos, y yo no era capaz de alcanzarlo porque nunca fui capaz de moverme. Entre los estallidos y los truenos, vi cómo un hombre vestido de verde agarraba a mi amigo mientras este gritaba mi nombre. Pero de mis ojos de botón no brotaron lágrimas y mi corazón de peluche no se movió de su lugar.


Despierta mamá, de Rosalía Guerrero Jordán

Despierta mamá, ya no caen bombas.

Todavía es de noche en Saada, y llantos y lamentos comienzan a romper la densa oscurida. Las manitas de Ahmed tantean entre los cascotes del último bombardeo. Está solo, pero no tiene miedo: aunque no pueda ver nada sabe que cuando oye voces es que todo ha acabado. Por esta vez.

Mamá, despierta, tengo hambre.

Sus hermanos mayores ya no están, y la bebé se fue haciendo pequeñita y también se fue. Mamá dice que están en la Yanna, que es un como un jardín donde van los buenos musulmanes, pero llora cuando se lo explica.

Mamá, ¿estás ahí?

La noche comienza a retirarse, y un rayo de luz se filtra entre la grieta del único muro que aún sigue en pie, iluminando los rizos de Sarah. Ahmed salta, ágil, entre los escombros y corre a abrazarla.

¿Por qué no me abrazas, mamá?

Sarah tiene los ojos abiertos, pero ya no puede mirarlo.


Disparo, de Lucía Sánchez Borrero

Cuando el niño le disparó al hombre ambos murieron: uno perdió la vida y el otro perdió el alma.


El principio de mi felicidad, de Irene Martín García

Nací, fui creciendo viendo guerras, actuando en ellas. Crecí sin saber por qué se hacían, sufrí al ver perder mis amigos y familiares. Pero, de pronto, dejé de sentir nada. En ese momento fui feliz. En ese momento, ya no tendría que ver ni actuar en guerras. En ese momento morí, y fue la única vez que fui libre.


Irreparable, de Elena Bethencourt Rodríguez

—Se me cayó la infancia y se me rompió en mil pedazos.

—Recoge todos los trocitos que yo te la pego.

—¿Y quedará como antes?

—No, siempre se le verán las uniones.


Partido interrumpido, de Alejandro Castro Ulloa

A Didier le gustaba salir a la playa cada tarde para observar como el azul del cielo se iba tiñendo de un rosado pálido que se extendía por todo lo largo del Pacífico. En las mañanas él y su hermano salían a jugar fútbol en la cancha polvorienta que está al lado de la escuela; los dos chicos soñaban con ser futbolistas profesionales, querían llegar a ser como Carlos Sánchez y Jackson Martínez, morochos como ellos y con la misma sangre chocoana. Didier tenía ocho años y hacía de centro delantero, mientras que Juan, de 12, cumplía funciones de volante de marca, tal como la “Roca”. Ambos habían prometido que jugarían en el mismo equipo y que con el dinero que ganaran sacarían de la pobreza a su madre. Pero una tarde esa promesa de hermanos se vio resquebrajada cuando uno de los muchos grupos armados que pululan en la zona se llevó a la fuerza a Juan para que militara en sus filas. Han pasado seis años, y ahora Didier sale en las tardes, ya no solo para observar el atardecer, sino para esperar a su hermano y terminar aquel partido que quedó interrumpido.


Puntada sin hilo, de Cristina Núñez Mateo

La niña busca refugio en los brazos de su madre. Las lágrimas arrastran, mejillas abajo, el polvo del campamento. Sostiene una mugrienta muñeca con cuerpo de trapo. Llora sin consuelo porque aquel día, se la rompieron los malos. Mamá entra a la casa de tela y sale celebrando que ha encontrado justo lo que necesitaba. La niña sonríe y se enjuga las lágrimas.

Mamá une el dedo pulgar al índice y, entornando los ojos, enhebra un hilo imaginario. La pequeña ve una aguja allí donde la inocencia gana la partida a la realidad y, ante sus ojos, mamá zurce cada una de las partes rotas de su única muñeca. Entonces, acerca sus dedos al pecho de la niña y, con mágica dulzura, da puntadas sin hilo a su pequeño corazón.

De los labios de mamá brota un sonido casi inaudible que acompasa el movimiento de sus dedos a cada hilván, tratando de remendar una infancia rasgada, pum pum…pum pum.

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