Andalucía
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FALLO DEL JURADO XI CERTAMEN DE RELATOS CORTOS Y IX DE FOTOGRAFÍA EN DDHH

LA DEFENSA DE LOS DDHH DESDE LA LECTURA Y FOTOGRAFÍA.

FALLADOS LOS PREMIOS DE AMNISTÍA INTERNACIONAL ANDALUCÍA 2025

Se procede mediante el siguiente comunicado a dar el resultado de los jurados de los dos certámenes:

  • En el apartado de fotografía el premio ha resultado DESIERTO
  • En el apartado de Relatos Cortos el premio ha recaido en la obra «DONDE DUERMEN LOS ZAPATOS MOJADOS» cuya autora es : Tania María Cabrera Pérez de Girona. El jurado ha considerado conceder un «Accesit» a la obra : ME ALQUILO PARA SOÑAR» de la autora Marisi Morales Martínez de Mijas, Málaga.

En su texto Tania destaca, con lenguaje fluido y pausado, cómo las condiciones de habitabilidad de una vivienda influyen en la salud física, la actividad diaria y la salud mental, aflorando los miedos a proyectar un mañana sin angustia y libre de presiones. Y cómo el alma vive con el temblor diario a que surja un desahucio inminente. Para que podamos comprobar y recrearnos en el mismo, a continuación lo dejamos colgado.

Marisi evoca el día a día de una persona sin techo, una nadie, invisibilizada por la sociedad y que ha adquirido un superpoder para estar en cualquier sitio porque nadie se percata de su presencia. Y bajo este analisis de la calle y de la soledad espera la llegada de álguien que se alquile para soñar.

El acto de entrega del mismo se realizará en la Fundación Euroárabe, c/ San Jerónimo 27 de Granada el proximo 10 de junio a las 6 de la tarde en colaboración con el grupo local de Granada, a quien, desde aquí, queremos agradecer su colaboración. Gracias a las personas que han colaborado en el jurado de los mismos.

En el acto de entrega de los premios contaremos con la intervención de Teresa Gómez, escritora y del grupo de microteatro «Teatrisleños». Estais invitadas/os.

OBRAS PREMIADAS :

DONDE DUERMEN LOS ZAPATOS MOJADOS

A veces, una casa se convierte en una trampa, no por sus cerraduras, sino por los suspiros que no logran salir. En esa vivienda, al margen de una ciudad que olvidó cómo pronunciar su propio nombre, habitaba ella: una mujer con los pies hinchados de tanta espera. La humedad trepaba por las paredes como una enredadera melancólica y los techos lloraban sin pudor, derramando sobre sus rodillas una tristeza sin nombre. Cada gotera era un reloj sin manecillas: ni futuro, ni presente, solo el eco húmedo de lo que no pudo ser.

Se llamaba—o tal vez se soñaba—Mirta. Aprendió a caminar con delicadeza, no por miedo a caerse, sino para no quebrarse por completo. Un día despertó con la cadera rígida, otro con las vértebras rebeldes, y al siguiente ya no pudo calzarse un calcetín sin pedir permiso al dolor. La casa la empapaba. No solo el cuerpo, también la voz.

Mirta era artista. Escritora. Poeta. Sus libros dormían en estanterías que nadie miraba, como si la tinta se hubiese impreso en invisible. Participó en concursos, publicó en Amazon, repartió volantes en ferias donde las palabras volaban más rápido que el dinero. Creía, con una fe obstinada, en el arte como camino, como medicina, como acto de resistencia. Porque resistir es crear belleza donde no hay pan,y escribir es nombrar el mundo cuando el mundo te niega. Defendía el arte como quien protege el oxígeno, convencida de que en la belleza también hay refugio. Intuía que existía algo más: un orden secreto en el caos, una red invisible que sostiene incluso a quienes caen. Pero la fe, por sí sola, no cubre el alquiler, y menos aún garantiza ese derecho esencial y sagrado que es el techo. El arte también necesita una cama seca desde donde soñar. El alma de un creador no debería dormir entre goteras. La vivienda no era un lujo: era su derecho, como lo son el aire, la dignidad, la palabra.

Salía a buscar casa como quien persigue un país nuevo: con la maleta del miedo y el pasaporte del cansancio. Llamaba a inmobiliarias. Al principio, respondían con cortesía tibia. Pero bastaba que dijera «autónoma», que preguntara por el ascensor o mencionara su oficio de artista, para que la línea se llenara de silencios densos. Algunas puertas se cerraban sin haberse abierto jamás. Otras, se entreabrían solo para mostrarle lo lejos que estaba del «perfil requerido». Y entonces, una pregunta insistente le revoloteaba por dentro: ¿cómo es posible que aún exista esta forma de discriminación? ¿Por ser artista?

¿Por no tener contrato fijo? ¿Por venir de otro país, hablar con otro acento, vivir con el cuerpo roto? ¿Qué tipo de civilización niega refugio a quienes crean belleza, cuidan palabras, o simplemente caminan distinto? Cada negativa era más que una respuesta : era un juicio silencioso, una sentencia dictada por criterios invisibles, ajenos, despiadados.

Volvía entonces a su casa húmeda, a su cama que se escurría, a su cocina con goteras en las ideas. Se sentía vencida, no por lo que era, sino por todo lo que ya no podía ser.

Había días en que la única certeza era la de su cuerpo: dolencias en plural, alma en singular. Y en esos instantes de hundimiento, Mirta pensaba en todos los que antes que ella resistieron: artistas que escribieron con frío en las manos, médicos sin hospitales, maestros sin escuelas, científicos sin laboratorios, campesinos sin tierra. Recordaba a

mujeres como Violeta Parra, a hombres como Nikola Tesla, a tantos que vivieron a contracorriente, confiando en algo más grande que el aquí y el ahora. La historia está tejida con derrotas que germinan en esperanza. Ella no era una excepción, sino parte de esa cadena de resistencia silenciosa que a veces florece justo al borde del abismo.

Los días pasaban lentos. Como si el tiempo, cansado de avanzar, se hubiese sentado en su cocina a ver cómo se deshacía el mundo. Una tarde cualquiera, mientras calentaba una sopa sin nombre, escuchó una voz. No era humana. Era más bien un rumor, un temblor leve que provenía de los zapatos mojados junto a la puerta. Se agachó como quien recoge un secreto del suelo, y uno de los zapatos, sin pestañear, le susurró:

—Nos estamos hundiendo, Mirta. Si no salimos, la casa nos tragará como a los otros.

Ella no preguntó quiénes eran “los otros”. Ya lo sabía. Desde el día en que la vecina desapareció sin dejar rastro, salvo por una carta dentro de una botella de lavandina, donde contaba que el casero vendía las paredes al mejor postor. Desde entonces, cada rincón de la casa hablaba. El grifo murmuraba cifras. El enchufe soltaba amenazas. Y la lámpara del pasillo solo repetía: “catorce días, catorce días”.

En su desespero, Mirta escribió una nota al universo. La dejó bajo la alfombra, junto al polvo y unas llaves que ya no abrían nada. Decía: “Estoy aquí. Soy real. Aunque no me vean.”Porque en el fondo de todo, más allá del miedo, conservaba una certeza tan clara como el agua cuando es nueva: el universo no desampara a nadie.

Esa noche, antes de dormir, Mirta se quedó hablando consigo misma. Apoyó la espalda contra la pared húmeda y susurró:

—¿De verdad hay sitio para mí en este mundo? ¿Y si todo este esfuerzo, todas estas palabras, solo son botellas lanzadas a un mar sin orilla?—se preguntó, sintiendo que el silencio era también una respuesta.

—Podría ser peor— se dijo luego—.Podría estar en un país en guerra, bajo bombas, sin luz ni pan. Y sin embargo… ¿acaso esta humedad constante, este miedo de cada fin de mes, esta imposibilidad de proyectar un mañana, no es también una forma de guerra?

Una guerra sin explosiones, pero con grietas. Una batalla sin enemigos visibles, pero con frentes que se multiplican: el banco, el casero, la administración, la indiferencia.

Abrazó sus rodillas y susurró:

—No quiero visualizarme durmiendo en la calle. No quiero convertirme en una sombra más. No lo merezco. Nadie lo merece. Sobrevivir no debería ser el premio por crear belleza, ni el castigo por no tener una nómina.

Cerró los ojos unos segundos. Luego murmuró, como quien se escribe una carta futura:

—Pero si me rindo, ¿quién escribe por las que ya no pueden? ¿Quién habla por los que callan por miedo?  Si yo no me quedo, ¿quién se queda? Aun sin certezas, sigo. Porque a veces la fe no es una luz, es apenas una cerilla. Pero basta una cerilla para encender una casa.

La mañana siguiente comenzó con un temblor distinto. No era de paredes, era del alma. Caminó hasta la puerta con esa mezcla de coraje y costumbre, y allí la encontró. Una carta, del propietario. Fechada, sellada, firmada: «desahucio inminente».

No lloró. No gritó. Solo contempló el sobre blanco como si fuese un animal dormido. Sus libros seguían sobre la mesa, esperando que alguien los leyera y dijera:» aquí hay vida».

Encendió la vela. No para espantar la oscuridad, sino para alumbrar su nombre. Y se sentó a esperar el futuro, descalza, con los pies secos por primera vez en años.

La casa, entonces, dejó de gotear. Y ella, por primera vez en mucho tiempo, caminó sin mojarse los pies.

ME ALQUILO PARA SOÑAR

Desde hace unos meses, lo primero que hace Manuela al abrirse el día es dirigirse al mercado central para conseguir algo de fruta que le alivie el hambre y la sed. Esta misión es difícil porque conseguir producto fresco y sin deterioro es una cuestión de habilidad por su parte y de descuido por parte del minorista. Otra de sus grandes misiones llega al atardecer, cuando se acerca al contenedor de papel por si alguien tira entre sus desechos algún periódico. Le da igual la fecha porque a ella, que le encanta leer, le alivia ponerse al día, aunque el día vaya con retraso. A veces tiene suerte y también consigue un libro. Cuando permanece más de una semana en el mismo lugar, acaban conociéndola y, entonces, suelen dejarla revisar lo que van a tirar por si hay algo que le interese. Tiene que ser muy selectiva, no se lo puede quedar todo, no tiene espalda para tanto, así que las prioridades son los libros y el periódico más cercano a su fecha presente. Cuando consigue ambas cosas, se siente bastante realizada.

Fermina tiene setenta años y vive en una parcela que su marido y ella compraron hace mucho tiempo. Al principio estaba muy aislada, pero con los años ha pasado a formar parte de una de las zonas más urbanizadas. Después de enviudar no se ha querido ir de allí porque esa casa es parte de su identidad. Ambos trabajaron duro y se ganaron el respeto de todos los vecinos cercanos, aunque de aquella época ya quedan pocos. Su pasión es leer y adoptó su sobrenombre en honor a su novela preferida, El amor en los tiempos del cólera. En realidad se llama Plácida, pero el nombre le resultaba bastante mediocre, así que se permite esta licencia que nadie nunca le ha reprochado. Es una mujer de costumbres. Cada día, si no hay nada que se lo impida, hace lo mismo: se levanta temprano, desayuna, coge el periódico del buzón y, antes de entrar en casa a leerlo tranquilamente en su cómodo sillón de la salita, se queda un rato en la puerta, mirando qué ocurre en la calle o quién pasa por allí. Algunas veces hay suerte y transita cerca de su puerta alguna madre que la saluda, llevando a su hijo al colegio; algún repartidor que la conoce o, en definitiva, alguien a quien decir hola para que el día tome forma y así estar segura de que no es una fantasma, de que tiene cuerpo y, sobre todo, vida. Después, dedica más de una hora a leer la prensa. Con un bolígrafo subraya algunas noticias y las comenta al margen, las glosa, le gusta decir a ella. A veces lo hace en voz alta, pero le gusta dejarlo por escrito para no sentir que los signos de la evidente soledad o lo que puede ser peor, la locura, la vencen. Ha sido siempre muy metódica.

Manuela ha visto hoy algo extraño en un periódico de hace tres semanas: alguien ofrece alojamiento sin esperar nada a cambio. No se fía de estos anuncios, nunca se sabe quién está detrás de ellos.

Una de aquellas mañanas en las que Fermina lee el periódico y anota todo lo que le parece oportuno, hace un círculo alrededor de una noticia que le llama la atención, habla de Los nadies. «¿Quiénes son?», apuntó al margen. “Un poco de luz para los nadies de Barcelona”, decía el titular. «¿Cómo se puede denominar así a alguien, o a nadie?» volvió a apuntar. Siguió leyendo y salió de dudas. Eran personas sin hogar y una fundación estaba haciéndoles homenaje a los fallecidos, poniendo unas placas de cartón. Cuatrocientos fallecidos, cuatrocientas placas en las fachadas de los edificios donde habían pasado algunas noches. Se quedó impresionada y lo exclamó en voz alta y también lo apuntó: «¡Cartón, el mismo material que seguramente los habrá protegido del frío en alguna ocasión!». Aquel día, durante la siesta, sueña que duerme a la intemperie, que pasa frío y hambre, que agoniza bajo un techo de papel y que es ella misma la que pone en una pared su propia placa que, golpeada por la lluvia, se desmorona, se deshace y, finalmente, no rinde tributo a nadie. Se despierta inquieta y con ganas de continuar informándose, le ha llegado hondo. Al día siguiente, comienza nuevamente su ritual matutino, aunque ha acelerado el proceso que la lleva a leer el periódico. Pasa las páginas en busca de más noticias sobre los nadies, pero en esta ocasión no encuentra nada. Decide salir de casa e ir al pueblo a pedirle a Juan, el dueño de «su quiosco», que le envíe cada día, además del habitual, un ejemplar de los otros tres diarios que él vende. No puede ser que algo tan grave no tenga un hueco entre las noticias.

Una semana después desde la última que lo vio, Manuela se percata de que el anuncio sigue saliendo en el periódico. Lo recorta y se lo queda. Lo guarda en el bolsillo interior de su chaquetón, dentro de un plastiquillo de esos de guardar tarjetas de crédito que alguien ha tirado. Está sorprendida con las extravagancias de la gente por el titular tan extraño que le han añadido. ¿Acaso piensan que vivir como ella lo hace es una elección? ¿Se creen que esto es un juego? Está muy irritada por todo, el alerón del mercado no la ha cubierto lo suficiente y está empapada. No se puede permitir un resfriado. La noche ha sido dura y no ayuda, no hay sitio para tonterías en su cabeza.

Fermina sigue día tras día a la caza y captura de algo que la informe sobre el asunto y, entre lo que lee, descubre noticias muy variadas acerca del tema: políticos diciendo de ellos mismos que son pioneros en servicios sociales, ayudas del obispado, la labor de Cáritas en algunas ciudades, la denominada campaña del frío, una policía apuñalada por un indigente en Canadá, estadísticas por comunidades autónomas y una noticia que la inquietó mucho: la misma fundación que ha puesto las placas de cartón denuncia que no podrá atender a más sin techo por culpa de la inflación. «Pero, ¿cómo puede ser?», se pregunta.

Para Manuela hoy ha sido uno de los días más duros desde que comenzó todo, desde que huyó de la bestia y decidió que nada podría ser peor que sus golpes. Ha intentado asearse en el lavadero municipal y la policía la ha echado, a ella y a otros más. La amenaza ha sido seria:

«Si los vuelven a ver merodeando por allí, acabaran encerrados».

—¡Pero si es un sitio público!, ¿cómo nos pueden tratar así? —gritó mientras se marchaba a toda prisa.

Con el impulso recién inyectado de adrenalina, anda varios kilómetros hasta que por fin encuentra un lugar a las afueras donde refugiarse. Bajo unos eucaliptos, y poco más serena, considera que no hubiera estado mal que la encerraran, se habría asegurado el techo y la comida, pero ha sido tan indignante que no le ha quedado más remedio que salir de allí pitando. Ahora solo piensa en morirse, descansaría para siempre, se acabaría la vergüenza, el hambre, el frío y el miedo.

A Fermina la palabra “nadie” le retumba una y otra vez en la cabeza. Es la expresión de vacío y de inexistencia en un solo vocablo. Su ritual de salir a coger el periódico y quedarse un rato en la calle para ver si alguien, con su saludo, constata que está allí, viva, le sirve para huir de esa sensación agobiante. ¿Será ella también algún día una nadie? ¿Lo es ya? ¿Qué sentiría si oficialmente la llamaran así? De pronto, siente gran opresión en el pecho y vuelve a recurrir a la lectura. Por la noche, después de leer todo ese dolor, rodeada finalmente de hojas con decenas de anotaciones al margen, queda rendida en el sillón y vuelve a tener la misma pesadilla recurrente con pequeñas variaciones. Le está afectando bastante y está comenzando a romper su ritual diario: se acuesta cada vez más tarde, se despierta tarde, saluda tarde a los viandantes y desayuna aprisa para sentarse a leer. Cada día completa más su información. En poco tiempo llega a saber qué asociaciones se dedican a ellos en cada ciudad, quiénes colaboran y quiénes presumen solamente de los logros conseguidos políticamente con campañas de autocomplacencia a costa de la gente que no tiene dónde caerse muerta. Una mañana, abrumada por todo, decide poner un anuncio muy escueto en el periódico, solo ofrece compartir su casa con algún necesitado sin hogar. En él incluye su teléfono, no su dirección. Le ha añadido un encabezamiento para hacerlo más poético y llamativo.

Apenas ha dormido, el día ha amanecido nuevamente nublado y no hay mercado donde conseguir algo que llevarse a la boca ni contenedor donde rescatar algo para leer. Echa a andar casi sin fuerza hasta que ve a lo lejos una zona de recreo, unos merenderos de esos que hay a las afueras de algunos pueblos. Rebusca en las papeleras que todavía no han sido vaciadas y rescata de su plástico un donut mordido y un trozo de bocadillo envuelto en papel de aluminio. Se lo come desesperada y al momento comienza a sentir una sed inmensa que alivia con el hilo de agua de un grifo inutilizado que no deja de gotear. Un descuido humano que a ella la está beneficiando. Después decide acercarse al pueblo que se avista desde lejos, es muy temprano todavía. No le quedan muchas energías con la noche que ha pasado y acaba refugiándose en un quiosco de música que hay en un parque. No hay mucho tránsito y la poca gente que pasa por allí no la mira. Se ha vuelto invisible para la mayoría de los humanos desde hace mucho. Solo la policía la ve. Recuerda que al principio de vivir así solía taparse la cabeza para que nadie la viera porque la vergüenza era mayor que el frío, pero con el tiempo se ha dado cuenta de que da igual, que no se percatan de su presencia, ha adquirido una especie de superpoder con el que puede estar en casi cualquier sitio.

Nadie llama. Cae en la cuenta de que será difícil que puedan comprar un periódico y, más aún, que dispongan de teléfono. Además, en caso de tener acceso al anuncio, ¿cómo llegarán?.

Al llegar la tarde, siente la necesidad de cumplir con su ritual para satisfacer su hambre de lectura. Se acerca a su presa con sigilo, el contenedor, y espera a que alguien llegue y se deshaga de sus papeles. Un individuo se aproxima, parece un tipo ordenado porque lleva un lote bien apilado y atado. Ella le pide por favor que, antes de depositar el lote la deje quedarse   con  algún periódico. En un primer momento el hombre recela, pero acaba dejándole todo el paquete con la promesa por parte de Manuela de que tirará al reciclaje lo que no le  interese.  Cuando ya lo tiene en sus manos, abre por curiosidad, por juego, la sección de anuncios y  vuelve a verlo allí. Además del encabezado, que parece una broma, dice:    

«Comparto mi casa con algún necesitado sin hogar. Se le someterá a una entrevista. Tiene que gustarle leer y dejarse instruir». Manuela sigue sin creerse las tonterías que se le ocurren a la gente. Decide no volver a mirar nunca más esa sección, está resultando una tortura.

Fermina se plantea ser paciente. A partir de ahora en el periódico propondrá una cafetería del pueblo, un sitio neutral que esté lleno de gente por si acaso y un día, los jueves. La soledad está empezando a hacer mella en ella.

En el pueblo al que ha llegado Manuela, hay un comedor social, allí le han dado alimento y le han permitido asearse en los servicios. Ahora se siente más tranquila. Le han indicado un albergue donde podrá pasar una o dos noches siempre que lleve su documentación en regla. En ese sentido no va a haber problema, la lleva, todavía no se la han robado.

Cada jueves acude a la terraza de la cafetería de la Plaza como ha anunciado en el periódico. Mientras espera, una semana tras otra, día tras día, lee a su autor preferido, García Márquez, hasta que, poco a poco, comienza a aparcar la esperanza de que acuda algún nadie a su llamada.

Manuela ha estado todo el día recogiendo vidrio, le han dado cuatro euros en total por todo, suficiente para un cartón de leche y un plátano y aún le queda algo para guardar. Ha conservado una botella de plástico vacía y en el albergue la ha enjuagado bien y la ha rellenado de agua. El día le está sonriendo. Tiene dos noches para respirar. Aún le quedan en el bolsillo dos euros. Se encamina a recoger más vidrio, no en todas partes cuenta con esa posibilidad. Revisa las papeleras en busca de envases; en su lugar se topa con un amasijo de hojas de un periódico del día anterior. No puede resistirlo y lo coge, se lo empapa entero. Allí está otra vez el maldito anuncio. Es un nuevo tormento que la sigue a donde vaya. Empieza a sentirse obligada a no eludirlo.

Sobre la mesa, un platillo y una cucharilla, también un libro que Fermina acaba de dejar encima para darle el último sorbo a su infusión. Pide la cuenta al camarero, paga y se marcha de nuevo sola a su casa. Hoy no ha coincidido con ninguna cara conocida que le dirija un gesto saludándola, tampoco ha llegado nadie preguntando por su anuncio. Al salir, le sujeta la puerta a una señora que entra.

El contraste entre la luz natural exterior y la luz de dentro de la cafetería hace que Manuela achique los ojos para adaptar bien su visión. Se percata de que solo hay una mesa vacía en una esquina del fondo. Mejor, estima, así podrá saber quién entra y quién sale. Al acercarse se da cuenta de que se han dejado algo olvidado sobre la mesa o, quizás, el sitio no esté libre. Es un libro. No puede resistirlo y le da la vuelta para ver el título,  Doce cuentos peregrinos. Si nadie lo reclamara, se lo quedaría y tendría lectura para varios días. Lo vuelve a dejar a la vista de todos por si regresaran a por él, pero ni el propio camarero se da cuenta de que está allí.

—Un café con leche, por favor —pidió mientras leía el título de la historia señalada por el marcapáginas. Parpadea con insistencia para salir de su asombro porque no puede dar crédito a lo que está viendo. Para asegurarse de que no desvaría saca del plastiquillo su recorte con el anuncio y vuelve a leer la dichosa cabecera que, si sus ojos no la están traicionando, resulta ser la misma que le da nombre al relato marcado: Me alquilo para soñar.