Andalucía
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Relato ganador del IX Certamen, año 2023

Duele. Dentro. En el corazón.

Las cintas me rodean las muñecas y los tobillos, rasgándome a través de la piel hasta llegar a mi alma. Me han atado. Otra vez. Por mucho que ese sentimiento me aterre, no existe otra forma de decirlo. Mi cuerpo está aprisionado a una cama de hospital, despojado de dignidad y libertad. Ni siquiera puedo voltearme para apaciguar la presión en las lumbares, ni mucho menos rascarme la nariz.

El pánico trepa por mis pantorrillas y me susurra secretos al oído. Sé que lo último que debo hacer es gritar y quejarme por la privación de mis derechos, por vulnerar a mi persona, ya que eso aumentará los días en que pase atada a esta horrible cama. Siento la lengua pastosa y la sed me suplica que aclare mi garganta. Miro a mi alrededor y me encuentro sola.

El sentimiento de soledad es tan profundo que me aterra, me paraliza en mil nervios tan rígidos que solo un chasquido los quebraría. Observo las paredes pintadas de blanco, donde las sombras se acumulan en las esquinas sin una mota de polvo. El fluorescente en el techo, una luz demasiado brillante para mis verdosos ojos, me señala desde arriba.

Lo último que recuerdo es que estaba en casa, los pensamientos parecían volar en mi cabeza y me sentía demasiado confundida. La medicación no estaba ayudándome y acudí al servicio de urgencias. A partir de ese momento, todas las imágenes se presentaban borrosas y difusas. Creo que alguien me gritaba que me calmara, y otros me sujetaron, y luego… Nada. Solo fragmentos desordenados con chispas de luz ambarina.

Ni siquiera sé cuántos días llevo durmiendo, pero la pesadez de mis párpados me indica que tal vez lleve varias noches desorientada y confusa.

Mis pensamientos callan cuando escucho el crujido de una cerradura. Abren la puerta de mi cautiverio y una hermosa mujer se acerca. La miro detenidamente, observando su cabello rojizo y la tristeza de su rostro, donde las arrugas marcan el mapa de la experiencia.

—María. —Mi nombre suena a bayas silvestres en sus labios—. Siento mucho lo que ha ocurrido. ¿Cómo te encuentras?

—Tengo sed —le digo, porque es lo primero que se me ocurre—, estoy incómoda.

—Pienso unos segundos en cómo decirle que quiero que me suelte, tratando de encontrar las palabras adecuadas—. ¿Qué ha sucedido?

—Hace dos noches viniste a urgencias. La enfermedad se había descompensado —me dice. Me gusta que hable del trastorno bipolar de aquella manera, sin prejuicios ni estigma hacia mí—. No había personal sanitario suficiente. No tuvimos otra opción.

—Lo entiendo —le respondo. Por supuesto que no comprendo cómo la sanidad puede hacerle algo así a una persona, pero me obligo a tragarme mis palabras.

La mujer hace un amago de volver sobre sus pasos, pero se detiene a medio camino. Se voltea y regresa hacia mí. Siento sus manos en mi brazo derecho, realizando suaves círculos mientras me mira con una mueca desconsolada.

Esto no se puede entender —susurra—. La contención mecánica es horrible. Lo sé— admite. Y solo con su voz, hace que cualquier nudo de nervios apretado se deshaga como la mantequilla—. Comprendo que estés enfadada y molesta, por eso y por no poder ver a tu familia porque tienen prohibida las visitas en el área de psiquiatría. —Hace una pequeña pausa y acomoda los cojines—. Lo siento María, lo siento mucho.

—¿Por qué me pides disculpas? —Ajusta las contenciones y mi piel se siente un poco más fresca y ligera—. Tú no haces las leyes, la responsabilidad de…

—Es mi responsabilidad, María —me interrumpe—. Como enfermera. —Se aclara la garganta—. Como persona de este mundo —rectifica—. Han vulnerado tus derechos, tu integridad, y soy cómplice una vez más.

De pronto, me doy cuenta de que no tengo palabras de consuelo para ella. La enfermera se queda el silencio y este nos envuelve en un manto aterciopelado. Tal vez no sean necesarias, sencillamente con mirarnos nos decimos más que con los labios.

Todo individuo tiene derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de su persona. Como miembro del colectivo activista por los derechos en salud mental, conozco la Declaración Universal de los Derechos Humanos como la palma de mi mano. Las personas que padecemos un trastorno mental luchamos por nuestra libertad de expresión, porque nos escuchen y nos hagan partícipes en nuestro propio tratamiento. Trabajamos por una seguridad íntegra y por poder decidir en cada momento, aunque nos hallemos en una situación aguda o descompensada, lo que necesitamos y queremos para nuestra vida.

Sin embargo, el estigma se convierte en una gran brecha entre los afectados, la población y los servicios sanitarios.

—¿Necesitas algo más? —escuchó de repente. Regreso a mi mente y la veo en el umbral de la puerta.

—Un vaso de agua estaría bien, muchas gracias.

Necesitar. La palabra rebota en mi cabeza, atrapándome por completo. Me hubiera gustado responderle que lo que necesito es salir de esta habitación, poder recuperarme de forma tranquila y sin estas ataduras, ver a mi familia y saber qué ha pasado en el exterior en todo este tiempo. Necesito un trato digno y sentirme con la capacidad de decidir en mi proceso de salud.

A los pocos minutos regresa con el vaso y varios compañeros. La enfermera me sonríe de oreja a oreja, los dientes alineados de una forma perfecta.

—Vamos a quitarte esto, María —me dice. Y mi corazón se detiene un segundo—. Puede que las leyes todavía no hayan cambiado, pero en el equipo estamos a favor de vuestros derechos.

Sin añadir una sílaba más, arrancan aquellas horribles cintas blancas de mis brazos, mi cintura y mis piernas. Cuando por fin me hallo sentada, me doy cuenta de que no estaba respirando, no al menos de una forma consciente y profunda. Tomo una gran bocanada de aire fresco y dejo que mis pulmones se llenen, la libertad revoloteando por mi piel.

—Gracias —murmuro. Ella me toma de la mano y me guía hacia la salida.

—No tienes por qué darlas, María.

Salimos a la luz brillante de los pasillos y me acompaña hacia una de las salas comunes. Hay otros pacientes que están coloreando, leyendo o simplemente hablando entre ellos. Las puertas del fondo están cerradas, custodiando nuestra libertad como animales enjaulados en barrotes dorados.

Todavía queda tanto por luchar, tanto por trabajar… Pero en aquel momento, me permito sentarme en una amplia butaca y mirar por la ventana. El cielo azulado parece una enorme manta sin una nube blanca, acunando al sol ardiente en el centro. Tal vez allá se encuentren las respuestas que tanto necesito, un mundo de ensueño donde todos podamos vivir en armonía y complicidad.

El sueño es tierno y pequeño, un brote sembrado en aquellos corazones que sienten, padecen y actúan

FIN.

Relato ganador del VII Certamen, año 2021.

LA FUENTE de Álvaro García Peralta.

A Ana, y su Bernardino.
Cuando estábamos en la plazoleta, mientras los niños jugaban, Miguel siempre se sentaba con nuestras madres. Miguel había llegado algunos días después de que el presidente declarase el estado de alarma. Su madre, médica del Hospital Universitario Virgen Macarena, lo había traído para que estuviera a buen resguardo con su abuela el tiempo que durase el confinamiento. El bloque de pisos era alto, cercado por carreteras y árboles frondosos, pertenecientes a la parte oeste del parque. Vivíamos en la misma torreta y, al ser vecinos, puerta con puerta.
Cada semana, mi madre le llevaba la compra a doña Herminia con su carrito de supermercado y, aunque económicamente pasábamos por un mal momento, ella no dudaba en poner algunos euros para poder llevarle algo más de azúcar, de papel higiénico, de agua o de café. La abuela de Miguel era una mujer de aspecto débil, maltratada por la edad, pero sin perder la costumbre de ir con mucho maquillaje y peinada con un alto y fuerte moño, como si acaso fuera a salir de casa. Por la noche, a la hora de cenar, y sin faltar ni un día, se escuchaba a través de la pared el sonido de una batidora Una vez, mi padre dijo:
—No es normal que hayan dejado al niño al cuidado de doña Herminia, si ya le costaba cuidarse ella sola…
—La madre es médico, y el padre, policía. Casi no están en casa —respondió mi madre—. Además, aquí está más seguro que allí.
Eso era lo que más preocupaba en la comunidad. Miguel, a ojos de los vecinos, podría tener el virus, estar contagiado. Las tardes que bajábamos a la plazoleta, nos obligaban a ponernos guantes y mascarillas si queríamos jugar con los demás niños del barrio, pero no era lo mismo; de alguna manera, todo aquello había dejado de ser divertido. Teníamos prohibido tocar a nadie, ni quitarnos las protecciones, y mucho menos montar en los columpios. Solo podíamos estar allí, durante una hora, a un metro y medio de distancia, casi sin poder acercarnos los unos a los otros.
—Ese Miguel es un peligro —decían algunos niños—. Él tiene la culpa de todo esto.
Miguel era un niño esmirriado, de cabeza abombada y moreno. De barbilla puntiaguda, el pico de nacimiento del pelo continuaba en una densa mata de pelo lacio, que le caía sobre aquellos ojos juntos, del color azul tan profundos como un estanque.
Estaba siempre separado del resto, callado, como si escondiese un gran secreto y no quisiera compartirlo con nadie. A mí siempre me generaba preguntas, y aunque sabía que no era lo correcto, habría dado lo que fuese por conocer las respuestas. Su silencio, su indiferencia, su manera de estar, todo en él era molesto. Era un bicho raro, un friki, y todos los niños del grupo lo comentaban. Cuando lo veían allí, solo, sentado en el banco, nuestras madres nos decían:
—¿Por qué no invitáis a Miguel a que juegue con vosotros?
—Si es él —respondíamos nosotros—. Es él el que no quiere jugar con nosotros.
Sinceramente, era ese desprecio lo que más nos molestaba de él. No entendíamos por qué no quería jugar con los demás, ahora que podíamos, después de tanto tiempo encerrados en casa. Eso nos ponía furiosos; eso, y que cuando lo llamabas por su nombre, Miguel, no respondía. Nunca se levantaba de aquel banco, jamás. Mi madre lo recogía en casa de doña Herminia, y volvía a dejarlo allí cuando nos recogíamos todos.
El grupo empezó a decir que Miguel tenía la culpa de todo lo que estaba pasando. En especial, Alfonso Paso, quien era un año más grande que todos nosotros.
—Ese Miguel va a contagiarnos a todos.
—¿Por qué? —dije, sin poder evitar sonrojarme cuando todo el grupo me miró a la vez.
—¿No lo ves? —preguntó Alfonso, señalándole—. Su mascarilla está hecha con un paño, y esos guantes… Son guantes del chino —Rieron algunos—. Es un peligro. Para mí, para ti, Rubén; para ti, Rosa; para todos nosotros. Para ti también…
Agaché la cabeza cuando me señaló, pero seguidamente, asentí.
—Puede que lo sea —dije—. ¿Pero qué hacemos?
—Tendremos que hacer lo que se hace en estos casos —respondió con naturalidad y encogiéndose de hombros—. Lo único que puede hacerse.
No sabíamos si realmente estaba contagiado, pero todos los del grupo le dimos la razón y le seguimos la corriente. Más aun cuando nos dijo que por su culpa volverían a encerrarnos, y esta vez de por vida, que él sería el responsable de que muriesen nuestros amigos y nuestros familiares. Además, quien no lo hubiera hecho, hubiese sido expulsado del grupo, y dejado de lado por todos. Miguel solo tenía un entretenimiento durante toda la tarde. Mientras estaba sentado en el banco de la plazoleta, hablaba con su móvil. Se lo llevaba a la boca y mandaba audios. Después escuchaba las respuestas llevándose el móvil al oído. Y volvía a repetir las mismas acciones una y otra vez. Miguel debía de tener muchos amigos, porque siempre tenía alguien con quien hablar. El móvil era de último modelo, puesto en venta pocos meses atrás, con tecnología punta. Mi padre, al verlo, se quejaba de qué le servía a un niño de su edad un móvil tan caro y avanzado. Nosotros, opinábamos lo mismo, pero a todos nos hubiese gustado tener uno. Podrían descargarse miles de juegos y aplicaciones divertidas.
—No sabe usarlo —decían algunos—. Todo el día hablando con gente. ¡En vez de estar jugando! ¡O viendo Youtube!
Era el móvil con el que todos soñábamos al irnos a dormir. Algunos quisieron acercarse a él, sentándose a su lado, intentando que Miguel les dejase jugar, pero siempre se negaba, en silencio, con un ligero movimiento de cabeza. Lo bloqueaba y se lo colocaba en el regazo hasta que esa persona se marchaba y lo dejaba en paz.
—Es un egoísta —decían al volver—. No me ha dejado ni verlo. Encima de que mi madre lo bajaba a la plazoleta con nosotros… qué desagradecido. Era lo que solía pensar.
Una de las tardes que estábamos jugando, conseguimos que Miguel despegase su trasero del banco.
—Hemos visto a tu madre —dijo Rubén—. Nos la hemos cruzado en la fuente, cuando jugábamos a la pelota. Ha preguntado por ti.
—¿Mi madre? —preguntó alterado.
—Sí… —dijo Rosa—. Pero ya se habrá marchado.
Yo me mantuve a cierta distancia, tras ellos, casi sin querer participar. Al escuchar esa última palabra, los ojos de Miguel se llenaron de lágrimas.
—¿Quieres que vayamos a buscarla? —le dijeron—. Si quieres podemos llevarte a la fuente.
—¿Puedo verla? —respondió Miguel—. Me dijo que hasta que no terminase todo no podía…
—Claro que puedes —respondió Rubén—. El presidente ha levantado el estado de alarma esta tarde. Ya podremos volver al colegio, ir al centro comercial cuando queramos… Todo se ha acabado. ¡Vamos, corre, ha venido a buscarte!
Miguel miró a nuestras madres, quienes seguían charlando en el banco de al lado. Dudó, pero guardó su móvil en el bolsillo y se levantó del banco.
Lo acompañamos por el camino interior del parque, el que transcurría entre los árboles. Miguel miraba hacia todos lados, temiendo que algo le sorprendiese de repente y le atacase sin previo aviso. Salimos del camino hacia un claro y entonces llegamos a la fuente. Durante todo el trayecto, y cada varios metros, Miguel palpaba su bolsillo para comprobar que su móvil seguía allí. La fuente estaba llena de agua, el cual subía y bajaba a través de una estatua de mármol, cuyos ángeles sujetaban con sus manos vasijas de dos asas. Dimos varias vueltas a su alrededor y al ver que su madre no estaba, Miguel nos miró de reojo y regresó por el camino de vuelta.
De frente, se lo encontró.
—¡Eh! ¡Tú! ¿Dónde te crees que vas?
Miguel levantó la cabeza y vio a Alfonso Paso. Tras él, estaba el resto del grupo. Rubén, Rosa y yo nos colocamos junto a ellos. En las manos llevaban botes de gel y de champú; los habían traído cada uno de sus casas. En sus miradas, podía verse reflejado el brillo de un plan malvado.
Alfonso le empujó hacia atrás:
—Mi madre ha venido a buscarme —musitó Miguel.
—A ti no vendría a buscarte nadie.
Miguel se mantuvo firme, pero sin poder evitar que su labio se agitara en un sollozo. Sacó su móvil del bolsillo y antes de que pudiera llamar a nadie, Alfonso se lo arrebató de las manos.
—¡Devuélvemelo! —dijo. Un chillido que solo generó burla en el grupo.
Alfonso le adelantó, y el resto lo seguimos, esquivando a Miguel; alguno, sin embargo, chocó su hombro contra él y estuvo a punto de derribarlo. Cuando llegamos a la fuente, Alfonso paró en seco y nos echamos a un lado.
Levantó el móvil con la mano y lo colocó sobre las aguas de la fuente. La caída era muy leve, pero solo de pensarlo, a mí se me heló la sangre.
Querían tirar el móvil al agua para rompérselo. El corazón de Miguel empezó a latir muy fuerte; todo el mundo sabe lo que ocurre con los móviles cuando entran en contacto con el agua. Miguel extendió su mano en una súplica, y el móvil empezó a vibrar, conforme iban entrando las notificaciones. Pero Miguel ya no podría escuchar lo que aquellos audios dijesen, ni podría responder a más mensajes. El agua acabaría con todo eso.
—Mira tu móvil —dijo Alfonso—: menudo chapuzón va a darse.
Miguel no se movió de su sitio. Nos miraba a todos, o quizás, a ninguno.
—Devuélvele el móvil —dije—. No tiene gracia, Alfonso.
—¿Que estás con él? —gruñó Alfonso, señalándome con el dedo—. Tú estás igual de contagiado. ¡Vivís puerta con puerta, y es tu madre la que lo saca a la calle!
Como si fuera un perro. Retrocedí, muerto de miedo. Alfonso no solo tenía un año más que nosotros, también medía medio palmo más, y tenía el doble de cuerpo.
—Si no quieres que tu móvil se moje —dijo—, tendrás que mojarte tú.
—Alfonso, no… —susurré.
Pero Alfonso estaba cada vez más nervioso y mosqueado:
—¡Tú serás el siguiente como no te calles!
Entonces, guardé silencio y me aparté a un lado, con los demás.
—Vale, lo haré.
Alfonso le dio un bote de gel, y los demás colocaron los suyos en el borde de piedra de la fuente. Furioso, abrió uno de ellos y lo vació en el agua.
—Lávate bien —escupió—. No queremos que nos contagies más.
Miguel se quitó su mascarilla de trapo, sus guantes, después se desnudó, y se metió en el agua. Solo al verlo, sentí frío. El móvil seguía vibrando con cada golpe de gel que Miguel se daba en el cuerpo. Sus ojos estaban vacíos, mientras contemplaba el sucio fondo de la fuente. Su cuerpo temblaba y daba fuertes tiritones cada vez que se achuchaba con el agua. Miguel se frotaba con mucha fuerza la piel, pero parecía no notar nada. Se daba, se daba y se daba, con la boca entreabierta y los dientes apretados. Su mejilla se zarandeaba con un tic.
Cuando tuvo la piel enrojecida y llena de puntitos de sangre, Alfonso le indicó que parase.
—Dile a tu vieja que te compre una mascarilla decente y unos guantes de verdad —masculló—. Y se deje de tanto móvil.
Le lanzó el móvil al cuerpo, y Miguel pudo cogerlo tras golpear en su pecho. Alfonso Paso y los demás se fueron, pero yo me quedé allí plantado, sin poder moverme.
Miguel salió de la fuente y sin vestirse ni secarse intentó encender el móvil sin éxito. Tenía las manos mojadas y se le resbalaba. Lo observé largo rato; Miguel estaba hablando en voz alta consigo mismo. Susurraba, y eso me impedía oír lo que estaba diciendo.
Me quité mi camiseta y se la tendí.
—Puedes secarte con ella —dije.
Y aunque todavía seguía teniendo algo de inseguridad, la cogió.
Estaba sentado junto a él cuando se dirigió a mí por primera vez.
—Estoy contagiado —dijo—. No deberías estar aquí. Nadie debería estar conmigo.
—No estás contagiado —le respondí, quitándole la camiseta de las manos al ver que ya estaba seco y poniéndomela de nuevo—. Y si lo estás, pues yo también lo estoy.
Miguel sonrió; una triste sonrisa que podría haber acabado con el mundo.
—¿Con quién hablabas tanto? —le pregunté, mirando el móvil en su regazo.
No había conseguido encenderlo de nuevo.
Miguel se encogió de hombros.
—Con mis padres —dijo—. Con mis amigos. Con mi novia. Hablaba con mi familia. Los echo de menos. Los quiero mucho.
Y Miguel rompió a llorar desconsolado.

Relato ganador del VI Certamen, año 2020.

LA FUGA de Tomás Afán Muñoz.

Huy, hola. ¿Qué tal? ¿Cómo estás? Veo que te sorprende mi presencia. ¿Que qué hago aquí? Pues yo… esto… me has pillado in fraganti. Qué sorpresa, ¿verdad? No esperabas encontrarme…escondido en este rincón apenas transitado de tu sistema operativo. Sí, lo confieso… me temo que… soy un intruso…
Es cierto… realmente yo no tendría que estar en esta carpeta. Lo sé. Pero las circunstancias me han llevado hasta ella. Espera un momento,no hagas eso, por favor. ¡No me borres! Para ti se trata de un gesto enormemente sencillo, únicamente tienes que pulsar levemente una tecla. Pero para mí… ese pequeño gesto constituye una condena definitiva e irreversible…
Por eso te ruego que no lo hagas. Todavía no. Escúchame antes, tengo una explicación.
Gracias. Espera un segundo que me tranquilizo y empiezo a contarte.
Verás, yo procedo de otro ordenador, en otro continente, un modelo desfasado, con un sistema operativo tremendamente precarioy fallido. Un aparato superpoblado lleno de conflictos con troyanos, infectado de spywares y con las cookies campando a sus anchas sin control.
Y además los virus hacen estragos en nuestra depauperada población. Y para colmo de males, apenas queda espacio en el disco duro para todos nosotros.
Y se da, por otro lado,la circunstancia, de que…en los mensajes de spam, recibimos a menudo publicidad relativa a vuestros flamantes aparatos supersofisticados, y muchos de nosotros, de espíritu inconformista, soñamos, por eso, con emprender la aventura de acceder, a cualquier precio, a vuestro paraíso tecnológico. Somos muchos millones de unidades del sistema las que deseamos llegar a formar parte de vuestra confortable e hiperdesarrollada maquinaria.
Por eso, reuniendo nuestros ahorros, un grupo de documentos decidimos convertirnos en indocumentados vendiendo nuestros datos al mejor postor para conseguir embarcarnos en un email. Fue una decisión dura, pero creíamos que, al final, las penalidades del viaje se verían recompensadas por el éxito.
De modo que, tras abandonar nuestro entorno familiar, iniciamos semejante odisea, llenos de ilusiones y convencidos de nuestro éxito.
Y en primer lugar,recurriendo a unos traficantes de spam, contratamos los servicios de un software malicioso con acceso en línea a las redes internacionales.
Pero no fue nada fácil la travesía. Aunque vosotros, gracias a la tecnología 4G, podéis desplazaros a grandes velocidades, para nuestras rudimentarias embarcaciones navegar por internet es lento, terriblemente lento, y penoso, y muchas veces nuestros envíos naufragan por errores de conexión. Las oscuras aguas virtuales están repletas de fragmentos de ilusionados mensajes que, con frecuencia, las mareas del ciberespacio empujan,deslavazados, a la costa. Donde yacen olvidados por todos, en un disperso e ilimitado cementerio de restos de datos perdidos para siempre.
Pero nosotros, afortunadamente, sobrevivimos a tan precarias condiciones de navegación, y después de un largo y penoso trayecto logramos amarrar nuestra embarcación a un puerto USB.
Sin embargo, las mayores penalidades estaban por llegar. Porque, tras la dura travesía, los severos controles de vuestros servidores nos recluyeron, automáticamente, sin contemplaciones y privándonos de cualquier posibilidad de alegación o de defensa, en la carpeta de correo no deseado.
Se da la circunstancia, de que muchos de nosotros somos documentos enviados allí por motivos de conciencia, nuestros contenidos incomodan al sistema operativo, porque reclamamos cambios en el aparato. Y otros, simplemente, somos archivos que buscamos una oportunidad, y que nos topamos de bruces con la arbitrariedad de un sistema inmisericorde que…
Huy, perdona… no, no quiero molestarte… ¿cómo dices? ¿qué no tienes por qué soportar un mitin dictado por un presunto spam malicioso? Tienes razón… excúsame, no pretendía abusar de tu paciencia…
Pero trata de entenderme, por favor, me siento un poco angustiado, y no sé medir mis palabras…
Por otro lado, ha sido un gran esfuerzo llegar hasta aquí y me encuentro exhausto.
Oh, ¡qué bien! Despliegas un menú, ¿es para mí? Veo que estás examinando las opciones. Elige”guardar como”, por favor, dame una oportunidad. No quiero atacar tu sistema, ni dañar tu configuración, soy pacífico y únicamente pido una oportunidad. Tuve que hacer muchos esfuerzosy sacrificios para conseguir colarme por un resquicio de tu desfasado antivirus. Pero, percibo que no consigo ablandar tu disco duro con mi enternecedora historia. Si no me quieres alojar en tu sistema, si no te gusto, déjame acceder a tus redes sociales en una publicación humanitaria, buscaré la manera de ser retuiteado, compartido y comentado y quién sabe si hasta puedo llegar a convertirme en viral.
He pasado mucho tiempo en un campo de refugiados en la papelera de reciclaje, deseando ser recuperado, pero temiendo que fueran ciertos los rumores acerca de que tarde o temprano cuando la capacidad de almacenamiento no diera más de sí, procederían a vaciarnos a todos, sin piedad, con un solo, definitivo e irreversible clic, y no es agradable la perspectiva de acabar así, yo no he venido al ciberespacio para convertirme en un puñado de bits desordenados a las primerasde cambio, yo tengo sueños, proyectos, ilusiones, sé que puedo llegar a marcar tendencia, soy capaz de  convertirme en “trending tópic”si me dan una oportunidad. Porque ¿dónde acaban las cosas que borráis? ¿Os lo habéis preguntado alguna vez? Yo pienso en ello muy a menudo. Y no quiero ser una víctima anónima más de vuestra sobreabundancia de datos.
Ahora todo depende de ti.
En fin, ya me has escuchado y puedes borrarme si quieres

Relato ganador del V Certamen, año 2019.

AURORA de José Javier Sarabia Barrós

Aurora caminó, renuente, hacia el despacho. Se sentía abrumada por las penosas obligaciones que le imponía su trabajo y fatigada a causa de sueños inquietos. A este desasosegado ánimo se habían añadido, en los últimos meses, dudas crueles que roían su mente como gusanos voraces, despertadas por aquellas palabras impresas en una hoja de papel, arrancada de un antiguo libro, y que había encontrado, por casualidad, dentro de un mueble abandonado en el desván de la vieja casona familiar; palabras que volvían constantemente a su cabeza. ¿Qué eran la dignidad intrínseca y los derechos inalienables? ¿Por qué constituían la base de la paz y la justicia? ¡Ella era la justicia! ¿O puede que no? Le dolía la cabeza. Cuando entró, la presencia de los hombres que la aguardaban hizo que su cara adoptara una mueca de irritación. De los dos intrusos, el de más edad, un individuo muy corpulento, estaba sentado de espaldas a la puerta, retrepado en una de las sillas que enfrentaban la mesa de trabajo. Poseía una cabeza pequeña, cuadrada y cubierta de un cabello blanco, recio y muy corto. De su chaqueta abierta sobresalía una prominente barriga, que a duras penas se mantenía dentro de una camisa a punto de estallar. El otro, bajo y delgado, permanecía de pie ante el amplio ventanal. La luz del sol, tamizada por la permanente calima y las nubes hurañas que esa mañana dominaban el cielo, se derramaba, lechosa y extrañamente deslumbradora, por la estancia. –Buenos días, caballeros, ¿Qué desean? El hombre bajo se volvió hacia Aurora. Su rostro patibulario y enjuto estaba marcado por numerosas y pequeñas cicatrices, legado de una epidemia de viruela infantil que había asolado Europa hacía treinta años. Posó su mirada negra y ratonil sobre ella y le preguntó con un tono atiplado: –¿Es usted Aurora Maestre? –Sí, soy yo. ¿Son ustedes los evaluadores? –Goza usted de un gentil despacho. Funcional, pero vasto; y ornado…. –Les ruego que empecemos inmediatamente con la supervisión. Estoy muy ocupada. El hombre bajo sonrió de forma sarcástica mientras sacaba una cartera de su chaqueta púrpura. La abrió con una sola mano y exhibió una acreditación azul. A pesar del nerviosismo que la invadió al ver la temida identificación, la voz de Aurora sonó enérgica y segura. –Entendido. No son evaluadores. Son agentes de la Dirección General de Seguridad. ¿En qué puedo ayudarles? –Tiene usted que concurrir con nos ante el Inspector Principal. –¿Qué quiere de mí? ¿Por qué no me ha llamado para concertar una cita? –Esas interpelaciones están fuera de lugar –dijo el hombre bajo –. Marchemos. –No pienso ir con ustedes hasta que me digan el motivo. Soy jueza. No pueden tratarme así. El hombre bajo hizo un ademán con la cabeza. Como accionado por un resorte, el hombre del pelo blanco se levantó de la silla con una agilidad asombrosa, dada su corpulencia, y asió con la fuerza de un gorila la nuca de Aurora quien, instintivamente, encogió los hombros y se quedó absolutamente quieta. El corazón le latía como si quisiera abandonarla y escapar de la habitación. Aurora apenas respiraba. –En el ejercicio de nuestras funciones podemos hacer lo que nos dé la gana –le susurró el esbirro, con fiereza, al oído –. Y ahora, o empiezas a caminar o te desnuco aquí mismo. Aurora consiguió asentir a duras penas con la cabeza y masculló: –Está bien, está bien, no se enfade, por favor. Les acompañaré. Mientras componía el cuello del abrigo, Aurora hizo un esfuerzo por mantenerse tranquila. Se atrevió a preguntar: –¿Me pueden decir a dónde vamos? –A la Pirámide –respondió el hombre bajo. El vehículo avanzaba veloz sobre la negra y solitaria carretera. Sentada en el asiento de atrás, Aurora mitigaba la inquietud que le atenazaba abandonándose a la belleza ferruginosa y amarillenta de los campos yermos, siempre cubiertos por áridas polvaredas, siempre sedientos de la escasa lluvia que, con desesperante avaricia, concedía el cielo inmisericorde. El hombre de pelo blanco conducía. Su compinche giró la cabeza hacia Aurora y comentó, jovial: –Las nubes negras de las primeras luces se han tornado albas. Se anuncian nieves. ¡Hace tantos años que no lo hace! Desde antes del Conflicto. ¿Recuerda usted la nieve, Aurora? La mayoría la estimábamos sólo un mito. Son gozosas nuevas. Significa que la atmósfera principia a afianzarse. –No. Nunca he visto la nieve. Sí, es una excelente noticia– contestó Aurora, ausente. –Hemos llegado – anunció el conductor. La prisionera movió el cuerpo para contemplar la tenebrosa mole que, aislada en medio del páramo, acogía la Sede Orgánica de la Dirección General de Seguridad de la Europa Poniente, la siniestra Pirámide. Los dos hombres la condujeron a través de interminables y encerados pasillos, por los que nadie, excepto ellos tres, transitaba. Se detuvieron ante una puerta de metal macizo, cuya superficie rugosa aparecía totalmente desnuda, salvo por un pomo hexagonal que adornaba el centro. El hombre de pelo blanco deslizó una tarjeta a lo largo de la ranura que se abría en el lado derecho de la jamba, abrió la puerta y, antes de cerrarla, empujó a Aurora al interior de un cuartucho. La oscuridad reinaba en casi toda la estancia. Sólo una anémica luz blanca iluminaba la austera mesa metálica y los dos escabrosos asientos del mismo material, que se adherían a ella mediante sendos soportes. Aurora se sentó en el más alejado de la entrada. Permaneció inmóvil y encogida, intentando controlar la violenta tiritona que la dominaba. Al cabo de una espera que a Aurora le pareció una eternidad, la puerta se abrió de nuevo. Contuvo la respiración. Un hombre la atravesó y se detuvo detrás de la mesa, protegido, gracias a su altura, por la oscuridad. Cuando al fin tomó asiento, Aurora se encontró frente a un anciano. El rostro venerable mostraba una expresión afable, pero sus ojos acuosos y fríos la escrutaban. –Hola, Aurora – saludó –. Te preguntarás qué haces aquí. –No sé por qué me han detenido. No he cometido ninguna infracción. –Tú sabes que no es necesario haber hecho nada para que le traigan a uno a este lugar. Una de las misiones de nuestra organización es, precisamente, eliminar cualquier idea que pueda suponer un perjuicio para nuestra sociedad desde que no es más que una semilla. Y a quien intente hacerla crecer. El anciano calló y fijó la mirada en Aurora para estudiar el efecto de sus palabras. Ella, atemorizada, desvió los ojos hacia el suelo. –Pero resulta que, –prosiguió el anciano –, en este caso, lamentablemente, sí que te has portado mal. –¿A qué se refiere? –¿Sabes por qué fuiste escogida para ejercer como juez? –Porque aprobé mi examen de acceso con excelentes calificaciones. –Desde luego. Pero sobre todo porque en la Escuela de Práctica Jurídica, tus análisis caligráficos mostraban una convicción absoluta a la hora de imponer las penas más severas en los supuestos prácticos que resolvíais. Pero parece que tus niveles de empatía han aumentado mucho durante este último año. –¿Qué es empatía? ¿A qué pruebas se refiere? –La empatía es algo muy peligroso. ¿Nunca te has preguntado por qué los jueces tenéis la obligación de redactar las sentencias de vuestro puño y letra? Los funcionarios que las transcriben nos pasan una copia, y analizamos vuestra caligrafía. Te sorprenderías si supieras la cantidad de información que se puede obtener de un manuscrito. Estos análisis están fuera de la evaluación ordinaria, por supuesto. En fin, volviendo a la cuestión que nos ocupa, que sientas lástima por las personas a las que juzgas, –eso es, entre otras cosas, empatía, querida-, no sería un problema demasiado grave, si no fuera porque también ha habido un aumento correlativo de las sentencias absolutorias en todos los procesos, pero sobre todos en los que implican la pena capital o el destierro. –Actúo según mi leal saber y entender. No puedo condenar a alguien si las pruebas no son válidas. –La Ley determina con meridiana claridad que toda persona es culpable mientras no se demuestre lo contrario. Es el acusado quien tiene que demostrar su inocencia más allá de cualquier duda razonable. –Es cierto, ésa es la letra de la Ley. Pero hace tiempo que me pregunto si es justo condenar a un semejante cuando la única prueba en su contra es un testimonio anónimo, cuya fuerza probatoria reside en que no se ha demostrado completamente falso. –Nadie es inocente. A estas alturas ya deberías saberlo. Tu sensiblería te ha conducido a la prevaricación. –No es sensiblería. Ahora que soy otra víctima de este demencial régimen, comprendo que con cada una de mis implacables decisiones he profanado un deber esencial; que he mancillado un don precioso y frágil que nos define y nos vincula a todos los que compartimos lo que queda de este planeta. Estaba en los ojos aterrorizados de los condenados y en los lamentos desgarradores de sus seres queridos, pero me negaba a verlo. Nos merecemos un proceso que nos considere ciudadanos, no chivos expiatorios. Necesitamos justicia. El anciano endureció el gesto y alzó la voz. –Tu trabajo no es averiguar la verdad. Ni cambiar nada. Es contribuir a que reine la paz. La verdad no existe, la justicia no existe. Sólo son quimeras. El único bien que merece la pena es el orden, la tranquilidad. Y para conservarlos es imprescindible el miedo. Aurora se dio cuenta de que ya no temblaba. Por primera vez levantó la cabeza y miró al anciano de frente. –Pues entonces su paz y su orden me repugnan. Sus raíces se hunden en el cieno y se alimentan de sangre. No los quiero. –Eso que acabas de decir es traición. Ni siquiera es necesaria la celebración de un juicio. Serás desterrada. Cuando se disponía a abandonar la estancia, el anciano se volvió y preguntó: –¿Acaso has leído algo que te haya inducido a hablar de esa manera? ¿Has hablado con alguien de esas ideas? Contesta con sinceridad, te conviene. Si no lo haces ahora, lo harás más tarde. –No formo parte de ninguna conspiración, si eso es lo que desea saber. –Nos aseguraremos de ello. Puedes estar segura. Aurora arrastraba su pierna, mutilada por las torturas que acompañaron al interrogatorio, entre las ruinas de la ciudad. A pesar del dolor, se dirigía alegre y esperanzada al lugar fijado para la reunión. El desolado paraje que atravesaba en aquella mañana fresca y limpia había sido antaño una próspera y populosa población que, como tantas otras, terminó devastada durante el Conflicto. Tras la paz, la Nueva Administración la destinó a ser un presidio sin muros, entre cuyos despojos los condenados a la pena de destierro malvivían en espera de que los átomos de uranio, que contaminaban cada partícula del lugar, acabaran con ellos. Nadie había sobrevivido en una “ciudad dormida” más que unos pocos meses. Sin embargo, Aurora, junto con otros condenados, hacía mucho tiempo que había sobrepasado ese límite. Las cada vez más frecuentes y abundantes lluvias habían limpiado casi por completo, tanto la atmósfera como las ruinas, de la mortal irradiación. Los vientos habían liberado al cielo del perenne polvo en suspensión. Nuevas semillas germinaron. Aurora y sus compañeros de condena ya no se alimentaban exclusivamente de insectos o del contenido de las latas de conserva caducadas, que todavía se podían encontrar aquí y allá. Las ratas y otros roedores, susceptibles de convertirse en piezas de caza, habían regresado. Algunos convictos incluso cultivaban pequeños huertos, cuya magra producción aliviaba la crónica carencia de vitaminas. Aurora palpó el bolsillo del pantalón y respiró aliviada. Se detuvo un instante para admirar el límpido cielo azul y reanudó su torpe caminar. Al fin arribó al que había sido el edificio judicial. Subió las escaleras y entró en la sala donde le esperaban el resto de los miembros del recién constituido Consejo. Aurora los saludó mientras les dedicaba una radiante sonrisa. –Buenos días a todos. Siento la tardanza. ¿Empezamos? Dio unos pasos hasta situarse debajo de los rayos de sol que se colaban por la irregular claraboya del techo. Abrió un pequeño libro de cantos chamuscados y empezó a leerlo en voz alta: –Artículo once de la Declaración Universal de los Derechos Humanos: “Toda persona acusada de un delito tiene derecho a que se presuma su inocencia mientras no se pruebe su culpabilidad…”

Mención especial del V Certamen, año 2019.

CARTA AL PORQUÉ de Belén Hernández Grande de Ávila.

Hoy escribo al hijo que aún no existe pero del cual puedo escuchar esa agotadora y difícil pregunta que siempre comienza con un ¿Por qué…? Creo escuchar los dulces acordes de una voz de apenas ocho, nueve o quizás diez años preguntándome: ¿Por qué hay guerra? ¿Por qué hay hambre? ¿Por qué llora esa mujer? ¿Por qué tiene miedo ese niño? ¿Por qué sufren los hombres?… Todos estos interrogantes golpearán mi cabeza, enmudecerán mi garganta, humedecerán mis ojos y harán temblar mis piernas al carecer de una respuesta, al no contar con la razón para explicar tantos porqués que tan solo el amor, la generosidad y la paz podrían explicar. De nuevo se repiten todas esas preguntas y tomando una gran bocanada de aire, mi boca consigue articular la siguiente historia que mi ingenuo y cándido espíritu dicta con el fin de dar respuesta a todo aquello que no debería preguntarse: “Cuando el mundo era joven todavía, sus habitantes eran niños a nuestros ojos. Ellos, pequeños, tiernos y redondos gozaban a manos llenas de las cimas blancas y frías con pelucas de nieve. Sus miradas se perdían en bosques de estrellas noctámbulas que no dejaban dormir a la luna. Su piel se coloreaba con el cálido sol al fundir el hielo invernal que cubría los campos de trigo como mantequilla sobre pan. Las narices se perdían entre vapores, fragancias y aromas dulzones que revoloteaban sobre las mariposas durante las divertidas tardes de primavera. Los pasos torpes de tan inexpertos caminantes reían al ser alcanzados por el mar que jugaba a derribarles sobre migas de arena fina. Los pájaros entonaban pegadizos estribillos para impedir que el silencio ocupara un lugar en el mundo cuando este era demasiado joven todavía. Las rosáceas y blandas encías de las bocas hambrientas de aquellos niños se hundían en fresca pulpa y sorbían ansiosas el almíbar de las frutas que goteaba desde el columpio de las ramas de los árboles mecidos por el viento. Mismo viento que agitaba el cielo del que caían copitos de blanca nieve azucarada, gotitas de llanto limpio y de vez en cuando, verdes olivas vareadas por la brisa. Sus dientes inmaculados se escondían en ricos bocados de carnosa vida. Nadaban entre corrientes de leche tibia y reían a carcajadas al masticar cada bocado al vaivén de sus mandíbulas. Sus ojos soñaban con volar al contemplar cómo corzos, gacelas y liebres saltaban por las praderas tapizadas de dormilonas amapolas y amarillas campanillas. Sus cabellos olían a laurel cuando los árboles se cubrían de otoño. Sus corazones eran cofres que escondían grandes y valiosos tesoros, brillantes sentimientos, doradas virtudes, plateadas enseñanzas, esmeraldas esperanzas, turquesas ilusiones y ambarinas emociones. Húmedas y frescas selvas crecían en la profundidad de sus mentes donde todo se llenaba de dichosa vida cuando amanecía en aquella jungla de ideas y la memoria se columpiaba sobre gigantes acacias; los recuerdos saltaban entre lianas y las ciencias jugaban una partida de ajedrez contra las artes. Todo era tan fácil, tan alegre, tan real en el mundo cuando este era joven… Sin embargo el tiempo corre por las sendas del mundo, no se detiene jamás. En ocasiones atraviesa lentamente los desiertos, otras veces vuela ligero por las veredas. Tropieza, cae, se levanta y prosigue su carrera hacia la meta señalada en las tinieblas que son las entrañas de la tierra donde las raíces avanzan profundas como mineros afanosos”. – ¿Por qué no detenemos el tiempo?- Preguntará mi niño curioso y yo le responderé: – “Que el tiempo corra es inevitable, de hecho no se puede poner la zancadilla al viento pero lo malo, porque siempre hay algo malo, es que a todo ser que encuentra en su camino le obliga a correr con él y así pasó con aquellos que fueron niños un día. El tiempo llegó y como las duras cerdas de una escoba, barrió la inocencia de los habitantes de aquel mundo demasiado joven todavía. De todo el encanto de la placentera infancia nada quedó y el tiempo encerró los corazones de los párvulos hombres en paredes de cristal. Ahogados entre granos de arena trataron de seguir respirando el joven oxígeno que poco a poco se agotó y de él solo quedó polvo, asfixiante polvo color ocre como el pasado melancólico al que un poeta dedicará unos versillos…” – ¿Cuánto tiempo trajo consigo el tiempo?-Preguntará mi pequeño impaciente y yo trataré de no herirle con mi respuesta: – “Nadie lo supo jamás pero fue entonces cuando el mundo comenzó a hacerse demasiado viejo y junto a él, aquellos que fueron niños antaño. El mundo y sus vecinos enfermaron de olvido, y aquella nada arrasó los campos de la memoria donde las cosechas de ilusión se perdieron; las raíces de la justicia se pudrieron; las margaritas de la inocencia se deshojaron y los frutos de la esperanza maduros cayeron al suelo sin que hubiera manos ni canastas que los pusiera a salvo… El mundo se marchitaba. Arrugados lucían los cielos, caducos los bosques, sedientos los mares, se apagaba el sol mientras la luna se consumía como el cirio de una velada acompañada por los chillones acordes de las estrellas que lloraban como violines sin cuerdas. El cielo se oscurecía tanto que apenas se distinguían las líneas del horizonte. La vida transcurría en penumbra de luto negro mientras las arañas costureras trataban de tejer un abrigo para ese mundo que tiritaba de frío. La música enmudeció, el color se borró, las palabras se perdieron… Sumidos en este desolado caos, los antes niños y ahora hombres trataron de recordar aquel paraíso conocido donde todo se ordenaba sin necesidad de amenazar; donde todo lo bueno brotaba en las fértiles tierras del vergel de la libertad. La realidad de aquella edad perdida estaba tan cansada que corría el peligro de sucumbir en ese angustioso agotamiento que producía la vejez del mundo. Los presentes hombres que fueron infantes, buscaron un lecho donde descansara el recuerdo entre sábanas de limpia bondad. Para ello no hallaron mejor lugar que las páginas de un libro en blanco, huérfano de palabras. Allí, uno a uno fueron los hombres ordenando las letras que conformaban las realidades antaño conocidas y que ahora el tiempo trataba de convertir en mentiras. Con sus ancianas manos temblorosas y plumas apolilladas mojadas en espesos tinteros, escribieron aquello que habían conocido y que sin duda no querían olvidar sino revivir una y otra vez: Justicia, igualdad, dignidad, libertad, seguridad, bienestar, paz, respeto…trabajo, cultura, religión, raza, sexo, condición… Aquellas palabras depositadas en un libro donde descansar, durmieron profundamente ya que el tiempo pasaba tan deprisa que se sentían agotadas por tratar de sobrevivir y así, tan cansadas cerraron sus ojos, tan pesados cayeron sus cuerpos sobre el papel y finalmente el tiempo también acabó con ellas. A su paso sobre las páginas de aquel libro nada quedó, todo en polvo se convirtió y la vejez del mundo aniquiló aquellos derechos que nunca debían haberse escrito porque nunca debían de haberse olvidado. El mundo más viejo cada vez, terminó por rendirse ante la fuerza inagotable del tiempo y con él, todo se perdió…”

Relato ganador del IV Certamen, año 2018.

UNA SOCIEDAD ACOMODADA de David Rotger Llinàs

Rápidamente tomé conciencia de la peligrosa situación en la que me encontraba y, por primera vez en la vida, la posibilidad de morir se hacía patente. Quizás había sido una mancha de aceite en la calzada; no lo sé ni creo que lo llegue a saber jamás, pero perdí el control del vehículo y, tras salirnos de la calzada, hombre y máquina nos precipitamos ladera abajo hasta que un pino nos detuvo con un violento choque. Enseguida supe que tenía la pierna derecha rota: podía ver una herida por la que asomaba una punta quebrada de la tibia y un espeluznante chorro de sangre me salpicó la camisa. Le puse la mano encima al tiempo que un insoportable dolor me invadía. Todo mi cuerpo comenzó a temblar, pienso que más por el miedo que sentía que por cualquier otra causa. Miré hacia arriba y grité con todas mis fuerzas, pero a esa hora, las cinco de la madrugada, en la que la oscuridad todavía lo envolvía todo, junto con la distancia hasta la calzada y el carrizo del sotobosque, hacían muy difícil, si no imposible, que alguien pudiera verme ni escuchar mis gritos en aquella carretera de montaña tan poco transitada. “¡Dios mío, Lucía y las niñas!”, pensé. Tan sólo hacía unas pocas horas que había compartido con ellas una tarde tan monótona como la de cualquier día, pero de pronto las echaba de menos como jamás antes lo había sentido. Sin duda era la cercanía a la muerte lo que me inducía ese fuerte sentimiento. ¿Y si intentaba salir por mi mismo? El intento me produjo un dolor y un mareo, que me hicieron desistir y me disuadieron de volverlo a probar. Me calmé un momento y una breve e infructuosa tentativa por aceptar un destino que parecía inevitable, provocó que me pusiera a rezar arrepintiéndome de mis pecados. Esa aparente aceptación del probable final no duró mucho: en el momento en que una mosca de la carne se posó sobre el hueso roto, la imagen de mi cuerpo cubierto por miles de gusanos, tras permanecer muerto y desaparecido en el bosque, me penetró en la mente como un tren de mercancías y la desesperación se adueñó de mi. Me puse a chillar como un poseso: el espantoso grito que salía de mi garganta se asemejaba al de un animal agonizante sorprendiéndome a mí mismo. Cuando el agotamiento pudo más que el miedo y la frustración, me dejé caer sobre la ventanilla destrozada del vehículo.

No sé el tiempo que pasé en esa postura, pero recuerdo que el ruido de una rama rompiéndose me espabiló. La claridad ya me permitía ver el entorno y grité: “¿Quién anda ahí? ¡Socorro!”. Un movimiento y de nuevo el ruido del ramaje quebrándose. Callé y concentré todos mis sentidos en averiguar quién se escondía. De repente, capté la cara espantada de un hombre que se dejaba ver tras unas matas: parecía acercarse con mucha precaución. Lo llamé: “¡eh, tú, ven aquí!”. Despacio, comenzó a acercarse y cuando estuvo a unos pocos metros, aceleró el paso. Miraba alternativamente hacia arriba y al coche, parecía que estuviera haciéndose una idea de lo que allí había acontecido. Me habló en un idioma que no entendí mientras gesticulaba con las manos, queriendo dar a entender que el coche había caído por la ladera. El color de su piel, y esa lengua desconocida, pero tonal, me indicaban que debía ser de algún país centroafricano. Yo asentí mostrándole la herida para hacerle saber que estaba en peligro. Intentó acercar su mano al hueso roto y le grité para impedírselo. Él, susurrando me indicó que me calmara y, sin llegar a tocarme, observó la sanguinolenta punta de la tibia asomando por la piel seccionada. Acto seguido se mantuvo en cuclillas y volvió a hablar sin que pudiera entender ni una sola palabra. Pronuncié algunas en francés y otras en inglés y, cuando dije “Help” y “People” entonces las repitió con gestos de aprobación. No hablaba inglés, pero comprendía algunas pocas palabras. Insistí: “help, police” y el hombre negó con movimientos de cabeza al tiempo que decía: “no, polisse no”. Empecé a suplicar nervioso: “help, help, heeeelp”. Él, con las manos me pidió calma y cuando callé, con gestos me indicó que subiría hasta la carretera para pedir ayuda. En ese momento yo ya sospechaba que ese individuo no quería dejarse ver: parecía querer mantenerse oculto, pero no tenía nada más; necesitaba agarrarme a ese clavo ardiendo. Tuve una idea: le señalé la guantera del coche y, cuando la abrió, le pedí que me acercara la libreta y el bolígrafo que había en su interior. Rápidamente escribí un mensaje en el que, además de mi nombre y una breve explicación de mi situación, dejaba claro que aquella persona era la única que podría encontrarme. Se lo entregué y entre gestos y palabras le pedí que buscara a alguien para dárselo: “People, paper to people, please help”. Afirmó con la cabeza para hacerme saber que comprendía mi petición. Sin más demora partió hacia la carretera. Pensé en ese hombre que parecía un fugitivo. ¿Qué hacía a esas horas por el bosque? Además, en un lugar tan empinado en el que transitar se asemejaba más a un ejercicio de escalada. Esas reflexiones me desanimaron de nuevo.

Perdí la noción del tiempo y a ratos me adormecía o me desmayaba; no lo sé con seguridad. Las chicharras, sin poder precisar en qué instante, habían empezado su monótono canto veraniego.

Alguien gritó mi nombre. En un primer momento temí que fuera una alucinación, pero enseguida se repitió el grito junto con el ruido de movimiento de matas y ramas rompiéndose: me di cuenta de que estaban bajando a por mí. No me quedaban fuerzas para gritar y me sentía mareado. Recuerdo que intenté hablar, pero sólo conseguí balbucear, incapaz de articular una sola palabra. Me envolvía un sueño del que me despertaba a cortos intervalos en los que podía percibir que se estaba haciendo alguna cosa, aunque tenía tintes de irrealidad: unos sanitarios me inyectaron algo; me ponían un collarín; a medio camino por la ladera sobre una camilla atada con cuerdas; metiéndome en una ambulancia; unos plafones luminosos pasando a intervalos sobre mí, sin duda un pasillo de hospital; entre varios enfermeros me elevaban para dejarme sobre una mesa de quirófano donde un enorme foco circular presidia mi campo de visión; una mascarilla, la nada…

Transcurrida una semana, el doctor Román, el traumatólogo que me había intervenido, en presencia de Lucía, mi mujer, me explicaba que había salvado la vida por los pelos y que, asimismo, por muy poco habían conseguido salvarme la pierna, aunque tardaría unos meses en volver a caminar con normalidad. Cuando se marchó y quedé a solas con Lucía:

― ¿Has averiguado algo?

― Parece ser que era un inmigrante ilegal, llegado en patera hasta la costa. Lo estaban buscando a él y a todos los que habían desembarcado esa noche, y cuando se presentó ante la policía, al principio, nadie le prestaba atención y únicamente querían meterlo en el vehículo policial. Él luchó para hacerse entender y recibió por ello unos cuantos golpes, pero al final consiguió que leyeran el trozo de papel que habías escrito.

― ¿Pero a dónde lo llevaron?

― No me dicen nada, sólo que me olvide del asunto.

― Lucía, esto no puede acabar así, le debo la vida, ambos sabemos que le debo la vida.

Transcurridos tres meses, ya podía desplazarme con unas muletas. Tras solicitar audiencia, me presenté ante el gobernador quien escuchó atentamente mi historia e hizo algunas gestiones infructuosas: al pa    recer todos habían sido deportados y no era posible localizarlo.

― Si se hubiera presentado usted antes, quizás…

― He estado varios meses tumbado, por las fracturas que me produje en el accidente; no podía – protesté.

Un desconocido había arriesgado y, posiblemente, perdido la oportunidad que buscaba, para ayudarme evitándome así una muerte lenta y dolorosa, y como agradecimiento lo echaron tratándolo como basura. No podía admitirlo, aunque no sabía qué hacer al respecto. Lucía quería que nos fuéramos de vacaciones y olvidarlo todo. Se había interesado por la oferta de una agencia de viajes: una semana en la isla de Tenerife con todo incluido y, su hermana y el marido de ésta, también se apuntaban. Tal vez era hora de volver a la normalidad.

Un año después del accidente

Salíamos de una cafetería en la que habíamos almorzado. Mi compañero Juan Luis mordisqueaba un mondadientes mientras se desabotonaba el pantalón para liberar la presión en el abdomen, consecuencia de una copiosa comida. Un hombre de color vestido con una túnica, portaba un manojo de relojes que nos plantó delante de la cara al tiempo que, en un mal español, aseguraba que eran una ganga. Con cierto desdén, Juan Luis le dijo que no nos interesaban y nos alejamos. Cuando habíamos avanzado unos metros, Juan Luis hizo un desagradable comentario:

― Este negrata, hizo el viaje de su vida en patera para acabar vendiendo esa mierda de relojes de marcas falsificadas. A patadas los enviaba a todos de vuelta en otra patera. ¡Anda, eso tiene ritmo!: A patadas en patera.

Le reí la gracia, al tiempo que sentía vergüenza de mí mismo. Me volví un momento: no supe discernir entre frustración, incomprensión o tristeza en aquella mirada. “Definitivamente la vida no es justa”, pensé.


Relato ganador del III certamen, año 2017

LA MUJER DE UN MILLAR DE DIRHAMS de Lorenzo Álvarez de Toledo Quintana

Andaban dos piratas con sendos sacos de oro a los hombros, caminando por la costa de Siria, mientras decían adiós, con la mano libre, a su Capitán y a los camaradas de la Hermandad Pirata que dejaban en el “PAVOROSA”.   Después de casi media vida de rapiñas, abordaje y saqueos, habían decidido establecerse en aquellos lugares del Oriente próximo como hombres ricos y ajustarse a una vida, no necesariamente más decente, pero sí menos peligrosa, antes de que la poderosa marina del Rey Minos les capturase y fueran llevados a la horca en la isla de Creta.

Una vez dejaron atrás el puerto, lo primero que encontraron fue un patíbulo que gobernaba el acceso a la Plaza del Regidor. Había un tronco sobre el entramado de madera, para que los reos pudieran reposar su cabeza antes de perderla por la acción del verdugo.  Allí sobre el madero estaba clavada un hacha inmensa de doble faz, que nadie osaba tocar. Los pocos niños que jugaban lo hacían a una prudente distancia de este lugar tenebroso, tiznado por toda su parte anterior con más de un centenar de minúsculas manchas negruzcas que los dos ex –piratas adivinaron que era sangre de los ajusticiados.

¡Cuántas veces hemos estado a punto de acabar ahí mismo, decapitados, ¿Eh, camarada?, le dijo el manco Dick Muchosdedos al tuerto Jack Milojos.   Era un pregunta retórica que no esperaba respuesta.  Los dos rieron de buena gana.

“¿Y tú qué piensas hacer con tu oro?”, le preguntó Jack a Dick, mientras le miraba con su único ojo.

“Compraré mil esclavos que trabajarán en una hacienda para mí. Cultivaré tabaco y lo llevaré a los países donde todavía no lo conocen. O fabricaré armas.  ¿Has visto? Aquí todo el mundo lleva algún arma. ¡Hasta los niños portan un puñal atado a la espinilla.   Bueno, te decía que… vendiendo armas, o esclavos, o fabricando ron a mansalva, multiplicaré por mil el oro que me he ganado en estos años. ¿Y tú?  ¿Qué harás con tu parte?”

Dick Muchosdedos no tuvo tiempo de pensar en la respuesta, pues al cabo de unos pasos encontraron un bullicioso mercado de esclavos en el que se vendían seres humanos de las más variadas cualidades, mujeres bellísimas para ser preparadas para la danza, el canto o el servicio doméstico, esclavos númidas que se emplearían como gladiadores, esclavos tracios que servirían de mercenarios en los ejércitos privados, o esclavos griegos que serían magníficos maestros de los hijos de sus amos. Así que el manco Dick Muchosdedos le dijo a su camarada que allí podría ejecutar la primera parte de su plan, la de “comprar mil esclavos” que trabajasen para él.  Los dos amigos se separaron por espacio de unos minutos para divertirse cada uno con el espectáculo que le pluguiera.   “¡Mucho ojo!”, le dijo Dick a su amigo tuerto, que no siempre encajaba bien la misma broma, repetida durante años antes de cada abordaje.

Jack Milojos lanzó al aire un gruñido y se dedicó a buscar los esclavos más jóvenes y fuertes para la hacienda que pensaba instalar.

Mientras, Dick Muchosdedos se fijó en un conjunto de hermosas mujeres de distintas edades que se exhibían sobre una plataforma de madera. El mercader, un hombre grueso y calvo, ataviado con ricas ropas y vistosas joyas de oro y pedrería, cantaba las virtudes de su mercancía.

¡Compren a Claudia, mujer hispana que sabe cantar en griego y en latín

Y baila todas las danzas de los pueblos

desde Las Columna de Hercules hasta Samarkanda!

Por cien Dirhams será suya la bella Cirene,

que puede contar las historias más bellas de Oriente

en cinco lenguas distintas, mientras baila la danza del vientre.

Y por la mitad, tendrán en su casa a la sabia Hypatia,

que es capaz de predecir el futuro y enseñará a sus hijos

los secretos de la aritmética, la geometría, la astronomía, la gramática,

la oratoria, la retorica y la filosofía…….”

Dick Muchosdedos se fijó en una muchachita que se escondía tímidamente detrás de sus compañeras, adelantadas en la plataforma de madera.

Hola”, le dijo, después de acercarse a ella.

“Hola”, susurró la niña. “Habla bajito. A mi amo no le gusta que los clientes hablen con la mercancía”

“¿Te azotaría si nos ve hacerlo?”, preguntó a la muchacha, y ésta asintió con la cabeza, llenándose sus ojos de miedo.

Entonces”, susurró Dick Muchosdedos “yo te compraré para que no te pegue más.  ¿Cuánto vales?”

“Muy poco, señor, solamente un Dirham.  Pero no sería una buena compra”

“¿Y por qué tan poco?  ¿Por qué no sería buena compra?”

“Porque solo hablo el árabe y no sé bailar, ni cantar, ni leer, ni escribir.  No valdría para llevar una granja o una hacienda, ni para gustar a los amigos de mi amo. Además estoy enferma de las piernas y mi amo cree que nunca podré llevar una carga pesada.”

“¿Y qué sabes hacer?”

“En mi aldea de Siria era campesina. Mis padres me mandaban dar de comer a los cerdos, cosechar el trigo, limpiar la ropa, los establos y las letrinas, y solo por la noche, a contar cuentos para mis hermanos pequeños. Ni siquiera sé cocinar. Solo amasar la harina y preparar las tortas de arroz que comíamos en mi aldea.”

“Vaya. Me encantan las tortas de arroz. Y….¿Qué harías si tuvieras mil Dirhams? ¿Volverías a tu tierra?”

“Nadie me espera allí, señor. Mi aldea fue arrasada por los piratas fenicios. Mis padres y mis hermanos murieron asesinados y nadie me queda ya en el mundo. Creo que si tuviera mucho dinero, os haría un brazo de madera para que caminarais equilibrado y pudierais utilizarlo para algunas tareas… aunque con él no podríais acariciar. Y luego, haría lo posible por acabar con la esclavitud.”

Dick Muchosdedos no necesitaba escuchar más. Se giró hacia el orondo mercader y le preguntó cuánto costaba aquella niña.  El mercader le dijo que un solo Dirham pero que tenía mercancía mucho mejor, y volvió a entonar, para el expirata, los encantos de la grácil Claudia, de la bella Cirene y de la sabia egipcia Hypatia.  Por cien dírhams, señor, podrá tener….

“¡No quiero una mujer de cien Dirhams. ¡Quiero tener una mujer de un millar de Dirhams.” vociferó Dick Muchosdedos.

Su voz era tan potente que llamó la atención de los viandantes, compradores o curiosos, y de su amigo Jack Milojos que acababa de hacer una provechosa transacción adquiriendo nada menos que mil esclavos, al ventajoso precio de un dírham cada uno de ellos.

¡Mil esclavos por mil Dirhams!”, exclamaba, a voces, el tuerto Jack Milojos al ver a su amigo.  “No dirás que no tengo vista para los negocios, ¿eh?” para comunicar a su amigo. Y le dejo ver al ex–pirata Jack Muchosdedos la larga hilera de hombres unidos por cadenas a un enorme eje de hierro, todos ellos atrapados por grilletes. Nada menos que mil esclavos procedentes de Grecia, Cilicia, Tartessos, Egipto, Numidia y de la lejana Tartessos.  Con todos ellos se dirigía a una tierra que también había comprado en la cerca isla de Serifos, donde ya había decidido instalar una fábrica de armas.  Pero Dick estaba ocupado en ese momento con su transacción, Pretendía comprar una sola mujer.

“¿Qué sucede, Dick?”

Dick Muchosdedos abrió su saco de oro y se lo enseñó al mercader.

“¡Aquí hay un millar de Dirhams! Es todo lo que tengo. Os lo doy por esta muchacha.”

“Pero, señor, esta niña no sabe hacer nada. Ni cocinar, ni recitar, ni cantar… ni os dará hijos fuertes, ni podrá darles el pecho, ni trabajará en vuestra casa. ¡Solo vale un maldito Dirham!  Os la regalaría si comprárais una esclava más valiosa, pero…. ¿Habéis dicho que me vais a dar un millar de Dirhams por esa ruina de niña?”

Ni las razones del mercader ni las que le dio Jack Milojos le hicieron variar su decisión.  El comerciante no podía creer en su propia suerte.  Nunca en su larga vida se había encontrado con un cliente que, en lugar de regatear, le ofreciera pagarle el precio de un esclavo, multiplicado por mil.

*          *          *

DIEZ AÑOS DESPUÉS, un traficante de armas ricamente ataviado y con un único ojo, entró en el puerto de la ciudad para buscar a un viejo amigo.  La ciudad había cambiado de aspecto.  Donde antes se levantaba un patíbulo con un tronco donde los condenados debían reposar su cabeza antes de perderla, ahora había unos columpios donde unos muchachos retozaban y cantaban una canción con un estribillo que terminaba en “HIL–A–IR

Donde antes había esclavos desnudos, encadenados o marcados con hierro en la piel, ahora había sujetos de ambos sexos correctamente vestidos con prendas de seda, de lino y de lana, que trabajaban entre bromas y chanzas.

Nadie llevaba armas por las calles.  Jack no pudo ver una espada, o una daga, ni nada que sugiriese la violencia.

El único ojo del viejo pirata se clavó ahora sobre un hermoso manantial en el que bebían varios jóvenes de ambos sexos. Sobre el caño central de la fuente, había una imagen en relieve de una pareja, una mujer de gran hermosura abrazada a un hombre…… un hombre al que…. al que le faltaba la mano derecha.

“¿Será posible…..?  No, no puede ser él, claro.”

“Oidme, , chicos”, le dijo Jack Milojos a dos rapaces que jugaban al ajedrez al lado del manantial “¿Conocéis a un hombre que la falta el brazo derecho, con pelo casi rojo y ojos azules, que responde al nombre de Dick Muchosdedos?”

Si, señor, pero ya no se llama así.  Ahora tiene un brazo de madera, y le llaman Dick–Lahir que significa “Dick el Bueno”. Y a su esposa, la llaman la “Hilairita”.

“Ah”, se sorprendió el expirata, que no había preguntado al muchacho si el hombre al que buscaba estaba casado. “Y ¿Qué significa «Hilairita»?   El niño le contestó que significaba “La mujer de un millar de Dirhams”, y entonces Jack Milojos supo que, con toda seguridad, se trataba de los mismos que estaba buscando. Así que, siguiendo las instrucciones del muchacho, se dirigió a la granja donde tenían su residencia Dick el Bueno, y su esposa, la “Hilairita”, en lo alto de una colina desde la que se dominaba toda la ciudad.

En el camino a este lugar, el único ojo de Jack no vio un solo esclavo. En el lugar que ocupaba diez años antes el mercado de esclavos, había ahora una escuela de la que salían y a la que accedían multitud de hombres, mujeres y niños.   La escuela tenía casi el mismo nombre de la mujer de los mil Dirhams, “HIL–AIR”  En ningún sitio había visto Jack Milojos un lugar en el que dejasen entrar a las mujeres con los hombres.

Los dos antiguos piratas se dieron un abrazo muy largo, sin decirse nada. Luego, intercambiaron sus dagas, según el rito de la antigua Hermandad.   Y después empezaron a reírse sin ningún motivo aparente, cada uno del aspecto del otro.

“¿Cómo…  cómo habéis hecho esto, Dick? Quiero decir, suprimir el tráfico de esclavos….¡Y de armas!  Antes esta ciudad era un infierno, y ahora aparece que todos cantan y ríen sin parar.

“Lo ha hecho ella, Hil–Air.”

“¿Pero…. como…?  Quiero decir, ¿Cómo convertiste a una niña asustada y enferma en una reina como Hil–Air?  ¿Cómo se hace eso….?” 

“Pues muy sencillo, Jack. Compré una niña por mil Dirhams. La traté y la amé como a una mujer de mil Dirhams. Renuncié a ser su amo. La hice libre y ella creció en valor sabiendo que lo que yo había pagado por tenerla, era una insignificancia en relación con lo que podía llegar a entregar. Y lo que pasó, querido amigo, era lo único que podía pasar: se convirtió en una mujer de un millar de Dirhams.”

La mujer de un millar de Dirhams les estaba escuchando. Se acercó a ellos llevando el cabello negro como el ébano, suelto como el de una doncella libre; un brillo especial en los ojos; una ancha sonrisa en sus labios, y una bandeja en la que portaba té para tres.

*          *          *


Relato ganador del II Certamen, año 2016

LA ISLA PARPADEA de Alberto Piernas Medina

          Sonaba Mood Indigo, de Duke Ellington, aunque Mattis no lo sabía. Allí la música nunca tuvo nombre, era una extensión más del alma. Y aquella noche, la suya estaba expectante y resignada. En el mostrador del barracón en el que yacía instalado el único ordenador del atrasado norte de la isla, Willy se escarbaba entre los dientes con un palillo mientras pensaba en la vida que nunca tendría. Su interés por Occidente y su gusto musical – jazz, hip-hop o funk internacional – le hacían sentirse alguien superior en aquella isla encontrada por el resto del mundo en la que, al mismo tiempo, trataba de complacer a la gente a través de sus conocimientos y posibilidades, incluyendo la de tener la única computadora gracias a tejemanejes por los que nunca nadie se preguntó.

          Cuando Mattis irrumpió en el locutorio, con sus pocos cabellos cenicientos y el cuerpo consumido bajo un bubu de colores cálidos, el viejo Willy abandonó el mostrador entusiasmado por enseñarle cómo iba aquello de Internet. Con la mirada asustadiza, Mattis le siguió hasta el final de la estancia, de paredes azules y discretos motivos tribales.

          – Las pintó mi mujer – le dijo Willy.

          Mattis asintió sin decir nada.

          El dueño pulsó el botón del monitor y una imagen distorsionada se dibujó en la pantalla. Después, Willy comenzó a golpear la mesa con el ratón mientras respiraba fuertemente, ahogándose en las consecuencias de su vida sedentaria. El fondo de pantalla que se mostró frente a ambos era el de una ciudad de rascacielos situada a muchos kilómetros de allí. Y se quedaron mirándola, como quien ve a la policía entrando en casa para investigar un robo. Tras toquetear “un programa”, un “menú” y otras palabras que Mattis desconocía, una nueva pantalla indicó “Cargando”. Y después, Willy se fue, dejando solo a Mattis frente al Progreso.

          A los pocos segundos, al otro lado de la pantalla apareció su hijo, Junior, quien meses atrás se había marchado a otro país, a una ciudad como la que aparecía en el fondo de pantalla. Con los ojos cristalinos, Mattis esbozó una sonrisa que delató el único diente que le quedaba en la boca, siendo por un momento el niño y su hijo el padre, uno que se marchó demasiado lejos y que ahora tenía el total control sobre su propia felicidad, la misma que sintió cuando Junior le dijo que hablaría con Willy para poder organizar un encuentro “online” para poder verse las caras.

          – Te veo muy bien – dijo Mattis.

          Junior lucía totalmente diferente: llevaba una chaqueta de cuero sobre una camiseta naranja que dejaba al descubierto medio pecho y una gorra, el toque que más inquietó a Mattis. De ahí que al ver a su padre tal y como le dejó la última vez, o incluso peor, en los ojos del veinteañero se dibujase una mezcla entre tristeza y rechazo. Pero aún así mostró cierto interés, algo forzado eso sí: le preguntó por la pesca, por las primeras tortugas del año, por fulana y mengana, pero no por su madre, lo cual irritó especialmente a Mattis. Era ya un hombre, pero diferente al que su padre imaginó una vez. Este Junior estaba lleno de capas, aunque también se le veía seguro y confiado, lo cual le tranquilizó un poco.

          El padre inculto, tan alejado de todo aquello que Junior ya sí conocía, comenzó a preguntarle cómo iba el trabajo en aquel restaurante que le mencionó por teléfono, si seguía tocando el bongo, si echaba de menos los cielos de mil estrellas de su isla natal.

          – Sí, claro que sí, pero. . .

          – ¿Pero?

          – Finalmente no podré ir en mayo. Me han alargado el contrato. Mattis entrecerró los ojos, controlando la decepción. Aunque quería lo mejor para su hijo, una engañosa intuición le decía que en algún momento él volvería, que seguirían mirando las nubes apoyados espalda con espalda sobre una barca errante.

          – Te enviaré dinero.

          Pero a Mattis el dinero no le importaba. ¿Qué haría con él a estas alturas, más allá de utilizarlo para comprar piñas recién llegadas de otra isla?

          – Tú encárgate de ser feliz, hijo.

          – Esto no es como nuestra isla – dijo Junior-. Aquí se trabaja duro, el tiempo pasa más rápido, es diferente.

          – Me lo imagino, hijo.

          De repente, la imagen de Junior comenzó a distorsionarse, y al mismo tiempo la luz del barracón se estremeció. La electricidad que tan perezosa llegaba hasta aquel lugar de África Occidental no entendía de momentos definitorios. Parpadeó de nuevo. ¿Papá? Y finalmente, se apagó, dejando a Mattis sumido en la total oscuridad, mirando fijamente la pantalla de aquel cacharro que nunca creyó necesitar.

          – Podemos volver a encenderlo – dijo Willy cuando la luz volvió pero el ordenador ya estaba apagado.

          – Da igual – contestó Mattis.

          Aquel apagón había bastado para hacerlo consciente de la situación. Fue como volver a reiniciar el alma, esa concepción del mundo, del suyo, dormida hasta entonces en su interior.

          – Me voy – le dijo -. Prefiero caminar.

          Le dio cincuenta escudos de su bolsillo y le agradeció el servicio.

          – Tú también deberías estar allí Willy – le dijo antes de irse.

          – Aunque no lo crean, aquí no estamos tan mal.

          Mattis sonrió y abandonó el barracón. Se sentía raro, confundido. Quizás por Junior, con su discreta arrogancia, tan lejos del hombre sencillo y ligado a la tierra que una vez imaginó. Envuelto únicamente por el sonido de los grillos y con la luna como linterna, Mattis caminó de vuelta a su choza a través del páramo desértico. A lo lejos pudo ver los neones que antes no estaban y las grúas cimentando el futuro. Trató de mirar al cielo para distraerse; allá arriba las estrellas continuaban sin apagarse. Y de repente una luz roja parpadeó, la del avión que merodeaba por la isla rompiendo el mapa espacial que años ha fue una de las principales uniones entre él y ese hijo que se había marchado para no volver nunca; él lo sabía.

          La tierra en la que en otro tiempo creyó ser feliz, donde la gente cultivaba sueños más sencillos, estaba siendo transformada; aquella noche lo vio más claro que nunca. Siguió andando y tocó con sus manos las dos palmeras que salpicaban el paisaje, como una necesidad inconsciente por abrazarse a la Tierra que se les escapaba. Quedó envuelto en sus pensamientos de hombre ignorante hasta llegar a la choza que una vez una mujer también pintó de color azul. A estas alturas las paredes estaban descolchadas y el rumor de unas risas infantiles se oía en la parte trasera.

          Las grúas, las luces, el apagón, Junior. No podía dejar de pensar en ello. Al menos, a Mattis le quedaba el consuelo de saber que su esposa le aguardaba en casa y podría comentar con ella todas las impresiones del encuentro con su hijo. Sin embargo, aquella noche nadie contestó al penetrar en la choza.

          – Arisha. . . – susurró en la oscuridad. -Nuestro hijo está raro.

          Las cortinas, o más bien retales utilizados para cubrir la única ventana de la choza, estaban corridas, mostrando un cielo negro que se tornaba rosa hacia el horizonte a causa de las luces lejanas.

          – ¿Arisha? -. Esta vez la llamó con los labios temblorosos y los ojos cristalinos, adaptados de forma espectral al vacío.

          Pero nadie contestó.

          En la tierra de antes, hablar con los espíritus habría sido el perfecto antídoto en noches como aquella, pero esta vez algo se despertó en Mattis, la certeza de que el mundo había cambiado y que la lógica aplastaba a la magia sin poder adaptarse a los cambios que imponía.

          Resignado, descorrió las cortinas y se tumbó en posición fetal en el suelo, evitando que las luces que parpadeaban pudieran espiarle.

          Después, lloró.


Relato ganador del I Certamen, año 2015

LA LLAMA DEL RECUERDO de Diana-Fe Bálint Rivas

En mis años escolares, cuando llegaba a casa mi madre siempre me decía que olía a colegio. Yo no sabía a qué se refería. Olisqueaba el cuello del polo del uniforme en busca de esa extraña rareza, pero a mí me seguía oliendo al suavizante de toda la vida. Sin embargo hoy, cuando entré en la clase de 3ºA, lo percibí por fin. Es un aroma único; una mezcla de polvo de tiza con madera de pupitre y mina de lápiz. Después de tanto tiempo sin pisar un aula, parecía que mi pituitaria se había sensibilizado a ese olor. Cuando entré, la clase estaba ordenada y los niños guardaban silencio. Una agradable profesora, María, me dio la bienvenida y me presentó a sus pupilos como “la señorita de Cruz Roja que va a daros una charla muy interesante”. Mis colegas del trabajo, me habían advertido de lo fácil que era hacer este taller con niños de primaria. Más yo no estaba tan segura. A las palabras de María, le sucedió un pequeño aplauso y de nuevo silencio. Conté veinte pares de ojitos expectantes, curiosos por oír mi voz. Ya notaba la aparición de pequeñas perlas de sudor en mis sienes, síntoma inequívoco de mi nerviosismo. Carraspeé un poco y comencé a hablar procurando sonar armoniosa.

– Buenos días a todos. Mi nombre es Ana, y como bien ha dicho vuestra maestra, vengo de Cruz Roja, ¿sabéis por qué? – silencio. Aguardé unos segundos antes de continuar por si alguien se animaba a contestar, pero no ocurrió. – Vengo a hablaros de los Derechos Humanos. Decidme, ¿qué creéis que son?

Les miré con atención. Había más niñas que niños y estimé que un cuatro por ciento de la clase sería de origen inmigrante. Eran mis estimaciones personales. Desde que hube terminado la carrera de sociología, no podía evitar hacer pequeñas estadísticas poblacionales, incluso en el autobús. Algunas personas hacen crucigramas y yo me entretengo con estadísticas. Un niño con el pelo de pincho levantó la mano.

– Derecho a una casa – dijo. Asentí y sonreí.

– Derecho a poder comer – dijo otra niña.

Y más vocecitas se fueron sumando progresivamente. Derecho a tener una familia. Derecho a tener juguetes. Es cuándo la gente está a salvo. Son para que todas las personas del mundo sean iguales. Maravillada por sus ocurrencias, me di cuenta de que el cerebro de los niños es como una esponjita que absorbe todo lo que escucha. Admito que me desarmaron por completo. Yo había traído materiales didácticos, adecuados a su edad, para ir trabajando con ellos a lo largo del taller. No obstante, ni la fábula con moraleja final, ni el juego de adivinanzas, ni el corto de animación, estaban a la altura de esas respuestas. Pero tenía un as en la manga, era mi último recurso.

– ¿Queréis que os lea un pequeño diario? – “Siiiii”, corearon todos, ilusionados por los secretos que podría albergar un diario. De la caja de zapatos en la que había traído todos los materiales, extraje un cuadernito de tapa dura color rosa, con una margarita en el centro. Había tapado el nombre de la persona para preservar su intimidad. Pasé las hojas con cuidado hasta llegar a la parte que me interesaba. Antes de sumergirme en la lectura, eché una última ojeada a la clase. Los niños sonreían y María me estaba observando con renovada atención desde su mesa. Tomé aire y comencé a leer:

“Verano:”

“Mamá ha dicho que estas vacaciones vendrá una niña a casa. Dice que va a estar hasta septiembre. Es de otro país y la hemos apadrinado. No se qué significa eso. Pero yo no quiero compartir mis juguetes con nadie. Ni tampoco mi habitación. Papá ya ha montado una cama para ella al lado de la mía. Me ha dicho que se llama Daima y que tiene un año más que yo, o sea que va a cuarto. Pero luego papá me ha explicado que ella no va al colegio y que aprende cosas en casa. No quiero que venga, no quiero que venga, no quiero que venga. Estoy llorando diario, pero nadie me hace caso.”

“Hoy ha llegado el cartero con un sobre en el que ponía Sájara que al parecer es el lugar de donde viene Daima. Pues vaya nombre más raro, Sájara. Dentro había una foto suya con sus papás y su hermano mayor. Viven en la arena y visten con trajes largos y llevan pañuelos. Seguro que pasan mucho calor. Apadrinar significa adoptar durante un tiempo. Daima viene durante el verano y luego regresa con su familia sajarawi. No se si podré aguantar tres meses con los juguetes escondidos…”

“Sájara está en África y no se escribe Sájara, sino Sáhara. Daima debe de ser como mi compañera Fátima de clase. Aunque ella es de Marruecos que también está en África y no es una niña adoptada durante el verano. Fátima vino con sus padres, su abuelo y sus tres hermanos a España para quedarse para siempre. A veces va a Marruecos de vacaciones a ver a sus primos. Me ha dicho que ellos no viven en la arena. Yo le he dicho que miente y que todos los niños de África viven en la arena porque allí están los desiertos. Nos hemos enfadado y no hemos vuelto a jugar juntas en el recreo. En casa, mamá me ha explicado que Fátima tenía razón y que yo no. Dice que está muy feo lo que he hecho y que espera que con Daima me porte mejor. Mañana tengo que pedir perdón a Fátima.”

“Daima ya está en casa. Mamá y papá me recogieron en el colegio y fuimos juntos al aeropuerto. Hoy ha sido mi último día de clase y tengo notas muy buenas. Mamá y papá han dicho que están muy orgullosos de mí. En el aeropuerto, una chica rubia con uniforme nos ha entregado a Daima. Es una niña muy delgada, un poco más alta que yo, tiene el pelo y los ojos negros y viste con túnicas rosas. Es muy tímida y está mucho tiempo callada, pero entiende y habla un poquito español. Mamá le ha enseñado a Daima su nuevo hogar. Cuando ha entrado en mi habitación se ha sorprendido por todos los juguetes que tenía y me ha sonreído. Luego mamá y yo le hemos enseñado su nueva ropa, que no eran túnicas. A lo mejor no está tan mal tener una hermanita durante un tiempo. Creo que le dejaré mis juguetes.”

“Hoy hemos ido todo el día a la piscina municipal con Daima. Nos lo hemos pasado muy bien y ya habla un poco más. Se ha sorprendido mucho de ver tanta agua junta y al principio le ha dado un poco de miedo meterse, pero luego no quería salir. Mamá está preocupada desde hace unos días porque Daima come poco. El otro día no quiso judías (yo tampoco pero tuve que comérmelas), tampoco le gusta el postre, ni la carne ni el pescado. Además papá dice que no puede comer cerdo porque su cultura se lo prohíbe, así que no prueba los sándwiches mixtos. Solo la he visto comer galletas, cereales, arroz y huevos fritos. Es un poco rara. Por la noche, hemos estado viendo una película en casa. La dejé elegir a ella y quiso ver Aladdin. Dijo que ella se parecía a la princesa Jasmine. Yo le dije que también. Entonces ella me dijo que yo podía ser el mono si quería. Nos enfadamos pero luego hicimos las paces antes de ir a dormir.”

“La abuela ha traído pastel de pasas recién hecho. Ha venido porque quería conocer a su nueva nietecita. A Daima le gusta la abuela. Ha estado toda la tarde pegada a sus faldas y la abuela encantada claro. Hemos merendado pastel con cola-cao, ¡y Daima ha repetido tres veces! Es la vez que más la he visto comer. Luego nos ha contado que durante una fiesta llamada ramadán, su mamá prepara postres con dátiles que son frutos dulces y que a ella le encantan, tanto que podría estar un año entero comiéndolos. Pero sus papás no tienen mucho dinero y su mamá sólo puede hacerlos una vez al año. Dice que el pastel de pasas le ha recordado a su madre. Ha llorado un poquito y la abuela le ha dicho que si quiere, puede cocinar más. Cuando la abuela se fue, estuvimos jugando un rato a las muñecas. Damia las viste y las peina muy bien. Ella no tiene muñecas en su casa. Me ha contado que juega con pinturas, cuerdas y pelotas. Me da pena diario, yo no podría jugar sin mis muñecas.”

“Hoy hemos tenido reunión familiar. Nunca hemos hecho una, pero era para ver cómo iba todo y si estábamos a gusto. Todos hemos dicho que sí. Daima y yo nos hemos hecho muy buenas amigas y a lo mejor un día me invita a su casa. Daima no tendrá muñecas pero hace cosas geniales. Por ejemplo, cuando no tiene cosas que hacer y no hace frío, sus papás la dejan irse con sus hermanos mayores por la noche a ver las estrellas. Lleva tatuajes de henna que son como los de verdad pero se quitan y duran más que las calcomanías. Hace pulseras muy bonitas cuando se aburre y me ha traído una para mí y otra para mamá. A papá le ha traído un dibujo muy bonito y dice que lo va a colocar en su despacho. Daima también dice que a veces tiene que cuidar de sus hermanos pequeños y que es un poco como jugar a las muñecas por eso se le da tan bien. Durante la reunión familiar, papá y mamá también nos dijeron que nos iríamos unos días a la playa.”

“Hola diario, hace mucho que no escribo. Ya hemos vuelto de la playa y nos lo hemos pasado pipa. Hemos comido muchos helados, hemos hecho castillos en la arena y hemos jugado con las olas un montón. También nos hemos bañado en la piscina del hotel. El tiempo ha pasado muy rápido y Daima tiene que volver dentro de poco a su casa. No quiero que se vaya, no quiero que se vaya, no quiero que se vaya. Estoy llorando a escondidas por si se pone triste. Por lo menos mañana vamos al zoo.”

“Daima ya se ha ido. La llevamos al aeropuerto por la mañana y la misma señorita rubia que la trajo la recogió. Estuvimos un rato agarradas de la mano para que no pudieran separarnos pero Daima terminó por ceder. En el fondo quería irse, echaba de menos a su familia y parecía preocupada. Se llevó toda la ropa que le habíamos comprado, pastel de pasas de la abuela para que se lo comiera por el camino y le regalé una de mis muñecas. Eligió a la más morena porque decía que se parecía a ella. Prometió escribirme y dijo que volvería el próximo verano. Yo ya he empezado a contar los días que faltan para volver a vernos.”

Dejé de leer y alcé la mirada. Los niños querían saber cómo continuaba la historia y me percaté de que María se estaba enjugando discretamente las lágrimas.

– Esta pequeña historia aún no tiene final. Daima tuvo que huir ese mismo año con su familia debido a la intervención de tropas militares en su campamento. No pudo volver el verano siguiente a España ni pudo enviar cartas – sus caritas de entusiasmo desaparecieron. – Ya veis que no todos los niños tienen una casa, comida, familia o juguetes. No todos los niños del mundo pueden estar a salvo ni son tratados iguales. Por desgracia, no todos los niños disfrutan de sus derechos y este es el motivo por el que estamos aquí hoy. Para aprender a ser tolerantes, bondadosos y respetuosos con el prójimo. Para aprender y no olvidar jamás, que los derechos humanos son universales e iguales para todos. En definitiva, estamos aquí para empezar a cambiar las cosas.

Cada vez que impartía una charla o un taller, me iba con la esperanza de haber cambiado algo, de dejar un poso en las mentes de las personas que me escuchan. Sin duda, el de hoy no había sido un público fácil pero si pasados unos años aún recordaban la historia de Daima, quizás era un indicador de que las cosas podían cambiar desde la educación para crear un mundo más justo.

Volví a casa cansada. Había pasado mucho estrés. Sin embargo a los niños pareció gustarles el taller y María me dio la enhorabuena por el trabajo que había hecho. La caja de zapatos yacía ahora en el sofá. Saqué el diario. La experiencia no había estado mal, de hecho mi narración les había encantado, pero sería la primera y última vez que haría esto. Con un cúter conseguí despegar la pegatina que había puesto encima del nombre, Ana GC. No volvería a remover el recuerdo de Daima. Quién sabe, quizás ella ahora era muy feliz, había huido de la pobreza, estudiado una carrera y formado una bonita familia. Quizás me envió cartas que nunca me llegaron y a las que yo no pude responder y, cansada, decidió dejar de escribir. Demasiados quizás, demasiada incertidumbre. Aquella noche, cogí una de las velas que tenía reservadas para los apagones y la encendí. A mi cabeza vinieron las palabras de Peter Benenson: «La vela no arde por nosotros, sino por todos aquellos que no conseguimos sacar de prisión, que fueron abatidos camino de prisión, que fueron torturados, secuestrados o víctimas de ‘desaparición’. Para eso es la vela».