Madrid
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Por el Día Internacional de la Niña, publicamos un relato de una niña que nació a mediados del siglo XX y comprendió poco a poco cómo las niñas podían ser mucho más vulnerables. Una idea que sigue siendo completamente actual a pesar de estar en el año 2020.

Autora: Celia de la Cuadra, Equipo violencia contra las mujeres de Amnistía Internacional Madrid

Ya pasada casi toda su vida, dedicó tiempo a colaborar con Amnistía Internacional y, en este año, estaba a punto de llegar el día internacional de la niña. En principio, pensaba ella, los derechos humanos de la infancia son los mismos para niñas que para niños. Pero, primero en la vida y después en Amnistía Internacional, había comprendido como las niñas podían ser mucho más vulnerables y cómo era bueno que se destacara esto en un día especial.

Cuando era pequeña España era un país pobre en el que había quien pasaba hambre. En casa de sus abuelos había una lavandera que se llamaba Paca. 

– Paca, ¿para qué hay que ir al colegio?

– Para ser algo en la vida.

– ¿Tú has ido al colegio?

Pa colegios estaban en mi casa.

La niña no entendía porqué al mirar a aquella mujer, con su gran altura y sus tremendas redondeces, veía que aunque no hubiera ido al colegio, ella era algo, incluso algo muy grande. Y como no lo sabía explicar, le abrazó uno de sus fuertes brazos.

La mujer sonrió: “Algo más que carne, hija, algo más que carne”.

A sus oídos llegó la palabra tortura un día que acompañó a su niñera a la lechería y ésta reconvino al lechero: “Tenga cuidado con lo que comenta delante de ella, parece que está en las nubes, pero con un oído y un ojo está en sus juegos, y con el otro oído y el otro ojo está en lo que decimos y hacemos nosotros”.

Le encantó tener esa capacidad camaleónica pero no entendió la palabra tortura hasta que vio a Paca lavar y cómo la ropa se retorcía gimiendo bajo la presión de aquella fuerza titánica. Entender la palabra tortura le resultó muy práctico para jugar con su hermano al juego de ver lo que la niña aguantaba mientras le retorcía el brazo: “o dices que eres mi esclava o continúo”. A ella le encantaba el juego porque podía ser una heroína y aguantaba. Aguantaba hasta que le daban ganas de chillar, pero como no podía chillar porque su madre regañaría a su hermano, y no la dejaría jugar más, se convertía en su esclava.

Por eso, la primera vez que dijo la palabra tortura se volvió poderosa, “ahora me tienes que soltar porque me estas torturando”, le decía bajito y el hermano asustado la soltaba. Así aprendió que la palabra tortura asustaba a la gente buena.

Clases y clases de personas

Un día pasó algo extraño en el patio del colegio. Jugaba a la teja con otras dos niñas cuando vio pasar a una compañera que le caía muy bien y les pidió a sus amigas: “esperad, voy a decirle que venga a jugar con nosotras». “Tú no puedes jugar con ella”, le dijo una de sus compañeras. La niña se quedó parada, “ella no es de tu clase”. “Pero sí que lo es, es de nuestra clase” contestó inmediatamente, la niña conocedora de las ‘clases de niñas’ suspiró con impaciencia: “es la hija de un albañil”, le susurró y ella se tapó la boca con tremendo asombro. No tenía ni idea de lo que era un albañil, pero por la forma de decirlo sonaba a hombre muy malo. Se terminó el recreo.

Al llegar a casa, la madre alimentaba a la hermana pequeña. “Mamá ¿cuántas clases de hombres hay?”. La madre pensó y contestó: “Pues, no sé, muchas, hay hombres de distintas razas, de distintos caracteres, de distintas religiones. ¡Qué sé yo!” “¿Y puedo jugar con las hijas de un hombre de distinta raza o de distinto carácter?» “Pues ¡claro!, tú puedes jugar con todas las niñas”.

El padre leía un libro. “Papá ¿qué es un albañil?”

– «Son los que trabajan en la construcción. Por ejemplo, los que ponen los ladrillos cuando se hace una casa», le contestó el padre.

– Y, ¿los albañiles son malos?

– Ser malo o bueno no tiene nada que ver con ser albañil, médico o ama de casa. ¿Qué me quieres decir?

– ¿Qué significa que una niña no es de mi clase cuando sí está en mi clase?

El padre suspiró y cerró el libro: “Cuéntame qué ha pasado”.

Cuando la niña terminó, el padre le explicó lo que significaba clase social, los distintos niveles de conocimiento o de educación, que por distintos trabajos te daban diferentes cantidades de dinero, que puedes nacer en una familia rica o en una familia pobre y que todo puede cambiar, porque en sociedad es frecuente subir o bajar. “Las niñas no tenéis que hacer caso de eso, tenéis que obedecer, querer a vuestros padres y jugar todas juntas. Nunca dejes en el recreo a una niña sola, te digan lo que te digan las demás”.

No era igual ser niña o niño

Hasta ese momento le parecía que todas las necesidades de la infancia eran igual para niñas o para niños. Hasta que llegaron los feriantes con el oso que una niña sujetaba interpretando la parte más importante del espectáculo. Ella aplaudió mucho y le tiró una moneda. “¡Cómo me gustaría ser ella!”. “No digas tonterías”, comentó su niñera, “a saber dónde vive y qué come. Además…” El silencio que siguió y los susurros con los que luego habló aumentaron su expectativa: “a saber si la vendieron, cuando hay miseria las niñas sobran».  

Ahí empezó a sospechar que no era igual ser niña o niño.

Lo confirmó mucho tiempo después, cuando ya era una profesional y disfrutó de una beca en el centro de investigación de un país de los que se llamaban tercermundista. Pese a los horrores que le habían anunciado sus compañeros, trabajó en la universidad muy bien y su vida le pareció confortable. Alquiló un pequeño chalet con el que heredó a un joven que limpiaba la casa y cuidaba el jardín, al que desde luego ella pagaba, y contrató una cocinera que también lavaba y planchaba.

El tiempo que los tres compartían era el domingo, y pasado un tiempo, la familiaridad dio lugar a conversaciones sobre la vida de cada uno. “Me casaron con trece años”, comentó la cocinera. “¿Por qué tan pequeña?», preguntó ella. “Porque en casa eran pobres”. Se mordió la lengua al recordar… Cuando hay miseria las niñas sobran.

Hizo amistades en la universidad y también los domingos unas amigas venían a merendar. Un día ella leyó sobre la mutilación genital femenina y, horrorizada, lo comentó. Para su sorpresa todas la defendieron como imprescindibles. No supo cómo reaccionar, estaba sola, nadie la entendía.

Siguió pasando el tiempo y, cerca de la jubilación, decidió hacer algo por luchar con tanto disparate, se hizo activista de Amnistía Internacional y participó en diferentes actividades para trabajar por los derechos de las mujeres y las niñas en todo el mundo. 

A veces cansada, comentaba, es demasiada tarea, no se puede con ella. Y una compañera comentó: grano no hace granero, pero ayuda al compañero.